Vie 08.10.2004
las12

MONDO FISHON

Robert o el árbol

No podemos decir, igual que en la última edición de la revista del diario El País, que es “el último galán”, puesto que tenemos unas cuantas fichas apostadas aquí y allá –que en su mayoría se llevará el croupier, como siempre pasa–; pero que es de los auténticos, de los que quedan pocos y otros tantos lugares comunes del estilo, no hay dudas. El señor Robert Redford –mal que le pese al intelectual citado oportunamente en la página 11– es de esos hombres con los que una quisiera desafiar el tiempo, sus marcas y sus múltiples inconvenientes; ya que de sólo echar una miradita a las cuencas de sus ojos se puede suponer que no necesita de ninguna de las versiones del Viagra para que una chica suba al cielo por la escalera de sus manos. Mezcla de vaquero de propaganda de cigarrillos y dandy de mala vida, el hombre ha sabido sobreponerse a una infancia llena de privaciones en un barrio latino de Los Angeles, a la adicción al alcohol antes de cumplir los 20 y a la pérdida de dos de los cuatro hijos que tuvo con Lola Jean van Wagenen antes de que sonaran los fuegos artificiales de 1970. Como si tuviera que cumplir con el decálogo del artista, la rubia tentación masculina se desplegaba como actor mientras acunaba su frustrada vocación de pintor, que finalmente se tradujo en la dirección de películas no demasiado memorables. Qué importa. Qué importa que se haya enlodado su apostura con Propuesta indecente si es capaz de montar un festival de cine independiente como el Sundance –más allá de lo sobredimensionado que algunos digan que está– y de arriesgar su capital –suficiente para comprar su propia pista de esquí– para producir films y hasta, últimamente, hacer campaña en contra de la reelección de George W. Bush (y no a favor de John Kerry, aunque no quede otra) que, al fin y al cabo, es lo que todo ciudadano estadounidense con un poco de tino debería hacer. En realidad, lo único que nos importa, a los efectos de esta columna, es decir que, con lo olvidable y lo memorable que ha hecho en su vida, Robert sigue siendo (al menos pareciendo, en las fotos y la pantalla) ese árbol generoso a cuya masculina sombra nos gustaría descansar, con el deseo despierto para trepar a la rama más alta en cuanto la firmeza de la madera así lo disponga.

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