EL MEGáFONO
› Por Luciana Peker
Alguna vez esperar a las 12 fue una odisea (que valía la pena) para abrir paquetes, espiar a la terraza de enfrente, correr sin que los relojes nos corrieran en contra (cuando ser chico parece un tiempo al que hay que ganar). Alguna vez la odisea fue pasar las fiestas tragando saliva desde el 0 de diciembre hasta el 2 de enero. Alguna vez el reloj de mis abuelos ya no daba para llegar a las 12 y la pastilla hizo efecto antes de llegar a la cama (y la odisea fue cargarlo a mi abuelo entre dos hasta el colchón). Alguna vez, cuando ya no había ni abuelos que cargar, me quedé sola hasta las 11.20 en que las campanas de la tragedia de la soledad (como si la soledad fuera más soledad por una noche) llamaron a la puerta de la sinceridad y pidieron farsa. Y di farsa (a las 11.30). Después de todo, me lo pedía mi hermana con quien ya –y para siempre– nos reímos de la bizarría de llorar por los que lloraban en la tele –cuando María Laura Santillán hacía tele de llorar y de parada– por los que estaban solitos en la noche buena. Como si la noche fuera buena hasta las 12.
Entendí, después, que las fiestas son buena parte de eso: farsa (que no es lo mismo que tragedia). Pero si la farsa no se puede evadir, mejor tragar saliva. Alguna vez escribí “odio las fiestas”. Hoy no, pero nunca me volví a enamorar de ellas. Sí de mirar el reloj con la misma primera ansiedad de verle la cara a Benito –mi hijo–, mirarle la cara a Papá Noel (en ningún amor el amor puede dejar de tener algo de mentira y algo de magia). Nunca, sin embargo, las fiestas dejaron de ser un enredo de mala novela en donde las conversaciones sobre suegras, arrollados y des/encuentros se repiten en las conversaciones que se escuchan y que a una, al final, también le salen de la garganta con ese fuego maldito de lo obvio, de los dolores convencionales que no sólo son tontos sino que hacen sentir más tonta por sentirlos. Una de las peores cosas de crecer no es sólo que las fiestas jodan, sino que no puedan dejar de joder. No añoro –para nada– la adolescencia, pero sí la sensación de que la vida iba a poder ser completamente diferente de como era.
A las 12 el cielo se estrella como las copas, como los fuegos, como los besos. Como los tragos que uno no puede saltear. Y, entonces, mejor tragar o brindar. Me gusta tener con qué brindar –la copa rosa de mi abuela Tita– y tener por quienes brindar y desear. No son más que las 12. Pero hay algo más que saliva. 12.05.
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