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Urgente utopía
(En busca de una estrategia que amplíe los límites de una ciudad sitiada)
› Por María Moreno
Realmente es necesario durar para triunfar? ¿a partir de qué punto de longevidad puede hablarse de éxito? ¿debe el hombre sumirse en la angustia y en la injusticia porque el éxito de sus empresas no está asegurado?" Estas preguntas fortalecedoras pertenecen al libro Las utopías sociales en América Latina en el siglo XIX del doctor Pierre Luc Abramson. Se trataba de cuestionar el fin de las utopías, esas detalladas proyecciones políticas que bajo la forma de ciudades imaginadas, comunidades episódicas o islas de la fantasía propusieron un socialismo de la igualdad + felicidad. El que llegó más lejos en la apuesta utópica fue quizás el francés Charles Fourier, que concibió en el siglo XIX un espacio agrícola y doméstico donde el ideal era tener muchas pasiones y muchos medios para realizarlas: Armonía. La cita entre interrogantes del libro de Abramson tiene actualidad. Sucede que, mientras Globalización avanza, Utopía parece ser el único escudo. En el catálogo de la Bienal del Withney Museum publicaron, en el contexto de una exposición, La teoría de los cuatro movimientos de Fourier y en los dos últimos números de la New Left Review Frederic Jameson y Perry Anderson ponen la utopía como el tema top.
Desde hace unos años, en la Argentina, sorprende que la palabra aparezca en boca de los militantes de izquierda, fundamentalmente de los que formaron parte de la lucha armada y que en la década del setenta despreciaban la pluralidad de elementos que esta palabra proponía. Se tituló a un film Cazadores de utopías, se esgrimió a la utopía como fundamento ante la teoría de los dos demonios, traduciéndola en sueños –que luego devinieron pesadillas– o ideales, palabra también maldita en sus tiempos en aras de una política efectiva que "contrautópicamente" quería tomar el poder.
Entre los grupos políticos revolucionarios, con matices, el modelo ascético y sacrificial precedía a las urgencias dictadas por la clandestinidad, la radicalización y la subordinación del proyecto político al militar y era heredero de la vertiente guevarista y/o cristiana. El placer, las relaciones entre los sexos, la vida cotidiana, se leían en la agenda burguesa, cambiarían por el mero peso de la victoria o bien pertenecían a la revolución de pasado mañana. Si el campo del deseo, de los vínculos interpersonales, del arte y el juego se dejaba a las puertas de la lucha revolucionaria, podría llamarse a esa vuelta de la divisa "utopía" o retorno de lo reprimido. Sin embargo, los testimonios de los sobrevivientes dan cuenta de cómo en la clandestinidad, con identidades falsas y en convivencias prescriptas o forzadas, emergían los instantes utópicos, aquellos donde la urgencia ante la posible muerte y el duelo por los que faltaban desactivaba los imperativos de la causa y daba lugar a la invención tanto en las ficciones elaboradas en nombre de la seguridad como en la densidad afectiva de las palabras entre desconocidos, en los debatese insubordinaciones en torno de la regulación de los amores como en la escritura compulsiva que se desarrollaba aun en las paredes del secuestro, durante un tiempo donde se prohibía la literatura, pensada como cultivo burgués. Algunos sobreimprimieron a las ciudades del exilio, por sobre el malestar y la derrota, otra ciudad de deseo donde cabía experimentar con paraísos artificiales, modos de amor sin cartilla y aventuras de un cuerpo en desorden. Se trataba de una utopía diferida por deber, superpuesta a una lucha revolucionaria que adjuraba del término "utopía" o vivida por coacción en el exilio sin saber nombrarla. Entre esas filas deshechas de militantes por la igualdad como mínimo ideal móvil –aunque no faltaran quienes la enunciaran como "dictadura del proletariado"– muchos habían vivido, a cambio de la ciudad imaginaria de la felicidad del socialismo utópico, la real del horror y la muerte en vida bajo la forma del campo de concentración.
Las utopías sólo fundadas en textos magistrales como las de Charles Fourier, pero intentadas aquí y allá en América a través de falansterios y comunas que se entrelazaban al socialismo científico con las pancartas de la felicidad, hoy vuelven a insistir en las imaginaciones inderrotables hasta hacer sospechar, como sugiere el Dr. Abramson en su libro, que el fin de las utopías es una utopía. Una supervivencia que se convierte en maletín de primeros auxilios cuando Buenos Aires está comenzando a convertirse por ley en una ciudad sitiada por dentro.