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(notas sobre el estado civil como herramienta judicial)
› Por María Moreno
Recientemente Omar Chabán pidió juicio político para los integrantes de la Cámara de Casación Eduardo Riggi y Guillermo Tragant, que en su fallo para reenviarlo a la cárcel compararon Cromañón con Atocha y apoyaron su sospecha sobre una supuesta propensión de Chabán a fugarse en el hecho de que no tenga esposa e hijos. La soltería como equivalente a déficit afectivo e insensibilidad social ya fue agitada en las vísperas del nombramiento de Carmen Argibay como miembro de la Suprema Corte. El grupo Human Life Internacional, con poco cristiana grosería, se preguntó entonces cómo puede representar a la mujer argentina una atea que “no osó formar familia”. Los términos reaccionarios de los doctores Riggi y Tragant –encubiertos de preocupación por el cumplimiento de la Justicia en democracia y por el resarcimiento de las víctimas– implican un razonamiento donde sólo existe una ignorancia del sistema simbólico. Sugieren que la conciencia política sólo puede gestarse en los damnificados y que la ética de una persona está determinada meramente por la amenaza de sus bienes, ya sean materiales como afectivos. Pone la Justicia del lado de los que tienen familia y la infracción a la ley del lado de los que no la tienen. La historia ha demostrado, en cambio, cómo la soltería garantiza a menudo el compromiso con la causa y la sociedad, favoreciendo el mito, como en los casos de Manuel Belgrano y Juan Bautista Alberdi, al que se le reprochara con picardía que fuera el autor de la frase “Gobernar es poblar”.
Aunque parezca lo contrario, los camaristas acusados por Chabán de flagrante discriminación han hecho una suerte de lectura invertida de la política de los organismos de derechos humanos, cuyo desarrollo comenzó en su condición de damnificados y creció hasta incluir a otros en sus reclamos y llegar a elaborar consignas que llevaban la noción de justicia más allá de sus reivindicaciones puntuales. Al mismo tiempo, los camaristas parecerían reclamar como garantía la existencia de la familia como rehén y elemento de extorsión, algo que fue utilizado por la dictadura militar para ejercer la tortura psicológica sobre sus víctimas. La Justicia, seguramente, influida por la narrativa melodramática de los medios cuyos nuevos hits son el asesinato de ancianos y la violación suburbana –no es que sean falsos sino que ocupan hoy la lista de temas codiciados– hubieran querido un Chabán mesándose los cabellos y arrancándose la túnica ante los cadáveres de Cromanón. El melodrama exige el expresionismo, pero Chabán se alejó de la escena y, si lo hizo para tramar su exculpación o para elaborar una estrategia que lo sacara de la parálisis, permanecerá enigmático incluso para él mismo: la situación límite sólo puede evocarse en una construcción a posteriori y de acuerdo con los intereses del presente, aunque gran parte de los recuerdos permanezcan borrados o inconscientes. Pero no cedió –y esto se debe a su ética– al relato expresionista de un sentimiento de culpa agitado por centenares de fantasmas que pudiera atemperar la indignación de los padres de las víctimas, o alimentar el goce voyeur de la sociedad. Chabán no estaba en la escena de la tragedia, pero tampoco estaba oculto. Esta evidencia obvia –la de un desplazamiento, no de una huida– y las cosas que pudo haber dicho in situ se han transformado en inculpaciones aseguradas.
La falacia de comparar Cromañón y Atocha se basa en una capciosa similitud numérica. Pero esa equivalencia podría ser reversible: de acuerdo con las comparaciones efectistas de los camaristas Eduardo Riggi y GuillermoTragant, un atentado terrorista, donde el objetivo voluntario fue una muerte masiva, podría ser juzgado como “estrago doloso”. Estos detalles de un juicio basado en chivos expiatorios y manipulaciones políticas favorecen la homologación conformista entre reparación-castigo-cárcel (sin cuestionar a esta institución como pudridero en vida y socialización del delito) por falta de la capacidad de ejercer una justicia más profunda. Los grupos familiares rectores que comenzaron a hacer política durante la dictadura a partir de su parentesco con las víctimas fueron capaces de un mayor refinamiento justiciero, al apuntar al futuro en una síntesis que iba más allá del pedido de juicio y castigo a los culpables: Nunca más.
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