A MANO ALZADA
(o un elogio a la tenacidad de quienes eligen permanecer aun a costa de lo que se supone la propia integridad)
› Por María Moreno
Hace poco un diario argentino publicó la traducción de un artículo de The Guardian donde David Rieff, el hijo de Susan Sontag, escribía sobre los últimos días de su madre. El texto no ahorra pormenores médicos e insiste en un detallismo que parece asociar el secreto y el pudor a la mentira y el ocultamiento. El tono es el de Simone de Beauvoir en La ceremonia del adiós, donde ésta convierte la agonía de Sartre en una suerte de confesión por delegación acerca de la decadencia del cuerpo físico. Susan Sontag no habría simplemente continuado escribiendo a pesar de su siempre renovada lucha contra un cáncer que debía definirse en plural –cáncer de mama de fase 4 diseminado en 17 nódulos linfáticos, sarcoma uterino, síndrome mielodisplásico– sino que, en plena enfermedad y cada vez, habría escrito libros fundamentales como Sobre la fotografía, La enfermedad y sus metáforas, Ante el dolor de los demás. Incluso consideraba que su obra se le había vuelto especialmente interesante, precisamente cuando estaban sus días contados. Hacia el final sólo hubo furia y una frase: “¡A mí no me interesa la calidad de vida!” Si bien seguramente estaba de acuerdo con la eutanasia y con el suicidio, su corazón progresista tenía un solo límite: el deseo radical de no morir para seguir interviniendo política y estéticamente. En la Argentina, la poeta y escritora Gabriela Liffschitz realizó su obra más compleja a lo largo de los cinco años siguientes a su diagnóstico de cáncer: Recursos humanos y Efectos colaterales (textos y fotos). En el caso de ambas escritoras la enfermedad no puede reducirse ni a la coartada ni al tema sino a una condición que es necesario objetivar sin ilusiones para extraerle su vigor político. En ambas existió el interés por la potencialidad crítica de la fotografía. En ambas no se consintió en la aceptación de la muerte como conciliación y ascesis, a lo Elisabeth Küble Ross. Ninguna era una dama ni partidaria simplista de la no violencia: al cuestionamiento del encarnizamiento terapéutico anteponían la fe en las potencialidades de la quimioterapia y las drogas experimentales. Como quien dice: ante la muerte, no pienso entregarme con vida. En su contracara, el suicidio, no existe un correlato entre el deseo de darse muerte y lograrlo. Se puede vivir acariciando la idea o, mejor, vivir de acariciar la idea de la muerte. Hay suicidas que amueblan con su síntoma una escena espectacular que, a través de las sucesivas prórrogas, da ocasión a que la biología les gane de mano, seres a quienes la fatalidad hizo que la muerte los alcanzara cuando la planeaban. Esos casos no habitarán la serie de suicidios. Tampoco los que fallan en el intento, sobre quienes pesará siempre la sospecha de que la pulsión vital desenmascaró la mentira de sus planes. El acto puede llevar años entre los cuales la vida banal en ausencia de privaciones, la felicidad cotidiana y hasta el amor correspondido y conveniente, inútilmente harán señales ante los críticos. Como en el recuerdo del suicida, jamás serán tenidos en cuenta: no son funcionales. El suicidio no se conjuga con el ser, sino cuando el acto ha sido realizado, de ahí el camino facilitado, como las piedritas en el de Hansel y Gretel, para descontar un sentido único en infinidad de datos contingentes. Y si, a menudo, el suicidio consiste en el impulso de salir de escena –por la ventana o por el sueño final autoinducido–, lo que mujeres como Susan Sontag o Gabriela Liffschitz plantean es la existencia de una suerte de contrasuicidio: la voluntad de permanecer en escena a toda costa y contra todo determinismo. En lugar de la metáfora del eject, ellas requerirían una que pudiera nombrar el mecanismo por el que, en los antiguos Winco, con sólo dejar el brazo metálico apoyado en su soporte el disco vuelve a iniciarse luego de haber terminado. En el espacio literario donde el genio femenino parece ser reconocido si paga el precio del suicidio o de la renuncia a la maternidad –la felicidad de Colette atentó contra el reconocimiento de su grandeza– debería cultivarse el mito de las contrasuicidas, esas que, haciendo uso racional de la ciencia y permaneciendo como sujetos de sus propias decisiones aún estadísticamente muertas, estiran su destino biológico contra todo pronóstico y terminan sus vidas con una soberana puteada.
Susan Sontag, por medio del recado amable de Luisa Valenzuela, conoció el libro Recursos humanos de Gabriela Liffschitz y se apasionó con sus imágenes. Ya no tenía tiempo para escribir fuera de sus planes y tal vez no lo hubiera hecho. Queda el testimonio de su ademán de simpatía. Gabriela Liffschitz murió el 13 de febrero de 2004, Susan Sontag el 28 de diciembre del mismo año. Agotados ya los recursos humanos, sin metáfora para la enfermedad, las dos entraron en el cielo laico de las contrasuicidas, ésas para las que cada año nuevo alcanzado con vida constituye una condecoración laica.
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