URBANIDADES › URBANIDADES
(o una serie de recuerdos compartidos como para llamar a las cosas por su nombre)
› Por Marta Dillon
Debo confesar que la mayor parte de mi formación escolar fue en escuelas católicas. Es más: como nieta de católicas, he crecido con la perfecta conciencia de que el sexo era una mancha –original– de la que no podíamos librarnos ni con lejía, aunque sí ocultar pudorosamente bajo polleras largas y cuellos cerrados hasta el ídem. Otro conjuro posible era mantener una distancia prudencial de las propias partes íntimas, amén de las murallas que era necesario levantar entre cualquier representante del sexo opuesto y una. Pero, aun así, recuerdo como si fuera hoy la primera vez que escuché la palabra coger, dentro de la escuela y cuando aún no había dejado el segundo grado. Vino una nena haciéndose la canchera, mientras esperábamos que nos pasaran a buscar, y me preguntó si sabía lo que significaba, para después dar una explicación anatómica perfectamente descriptiva del coito heterosexual en su parte más mecánica. Ante nuestras caras de asco –yo estaba con otras compañeras–, abundó en detalles sobre besos de lengua con intercambio de saliva que nos resultó igualmente asqueroso e imposible de pensar. La verdad es que, a pesar de que mi abuela me había dicho más de una vez que no debía andar en bombacha por la casa, la versión mecánica del sexo no entraba en mi universo, al menos no en esas palabras, imágenes y otras cosas, perturbadoras por cierto. Ese día me fui a tomar la leche a casa de una amiga que tenía una hermana menor, y como nos habíamos quedado inquietas, no se nos ocurrió mejor idea que mandar a la más pequeña a preguntar a su madre qué era coger. La respuesta fue un reto monumental que nos dio mucha vergüenza, aunque no terminábamos de saber por qué. Nadie nos dio ninguna otra explicación y tampoco me atreví a repetir la pregunta delante de mi madre, con un reto por día era suficiente. No pasó mucho tiempo hasta que descubrí que era verdad lo de los besos de lengua; me lo confirmaron unas chicas de la secundaria de la misma escuela católica, de misa cada viernes y confesión obligatoria el primer viernes de cada mes.
Y qué tema, la confesión de los viernes. Años de primaria sin saber qué cuernos confesar más allá de las malas palabras, las peleas con los hermanos y, en último caso, alguna mentirilla tendiente a conseguir perdón por los deberes no hechos. Pero llegaron las salidas con chicos, los asaltos –esos de bebidas y comidas para uno y otro sexo– y los primeros besos. ¿Era pecado darse besos? ¿O era pecado sólo abrir la boca? Después –no mucho después, a los 13 o 14– empezaron las preguntas comprometidas que iban dejando a un grupito de púberes al final de la maldita cola del confesionario: ¿le digo que me tocó una teta? ¿Y si me tocó la cintura casi hasta abajo de la espalda, pero no completamente? ¿Es necesario decírselo al cura, de quien todas desconfiábamos por esa insistencia en apuntar sus dedos índices juntos y justo entre el escote del jumper? Ahí escuché una de las síntesis más perversas de la internalización del discurso católico: “Para mí, no es pecado que te toque la teta –el novio de turno–, lo malo es gozar con eso”. Joder, a mí ni siquiera se me había ocurrido gozar, tan preocupada estaba por detener el aluvión de manos que los varones de la escuela católica del barrio lanzaban sobre los virginales cuerpos de las chicas de mi escuela.
De buenas a primeras, casi como una reacción en cadena, cuando estábamos en tercer año –promedio quinceañeras– las chicas del Saint Brigid’s empezamos a... coger. Y sencillamente aprendimos a mentir en el confesionario, en los largos retiros espirituales en los que se reflexionaba sobre el beso y otras antiguallas para chicas tan activas, eso sí, educadas en una escuela católica y con una educación sexual acorde. Porque educar, nos educaron. Es más: la educación sexual comenzó, como aquí relato, en la más tierna infancia. Lástima todo lo que tuvimos que remontar en relación con dejar de ver a los varones como una amenaza, de dejar de rezar novenas completas sólo porque nos habíamos tentado en la ducha y, bue, habíamos hecho algo que no sabíamos qué era, pero nos había gustado.
Tan determinadas estábamos por los estímulos externos de los que teníamos que defendernos a capa y espada –llámense varones despertando a su propia sexualidad y pecados aparte, dispuestos a consumar lo que estaban llamados por “naturaleza” a consumar–, que ni siquiera nos quedaba tiempo para preguntarnos qué era eso de tocarse cuando el sueño no venía, o en la ducha, por puro placer. Creo haber afirmado alguna vez, por puro desconocimiento, que nunca me había masturbado; más o menos a los 17.
Comparto estos recuerdos, que no duelen, aunque me atormentaron lo suyo mientras fui creciendo –si fui expulsada de dos escuelas católicas, una local y otra mendocina, fue por razones más nimias para mí que mi vida sexual–, porque no termino de entender si es que la grey católica está ciega o nos toma a todos y todas de pánfilos/as. Y eso que he ahorrado aquí, sólo por ser blanca, por ser pura, la sucesión de abortos –muchos obligados por padres y madres católicos– que hacían temblar el curso (en tercero o cuarto, aun en segundo año) de culpa y terror; igual que los castigos supremos por haber encontrado en algún pupitre píldoras anticonceptivas que nos recomendábamos unas a otras.
Es cierto, alguien puede apuntar con razón que terminé mi ciclo escolar hace 20 años, pero si ya entonces las niñas cristianas nos educábamos del modo en qué lo hacíamos, cómo será ahora. En cuanto a la otra parte, el cuerpo docente y religioso, a juzgar por las cosas que se escuchan en homilías, diarios y epístolas, las cosas tampoco parecen haber cambiado tanto. Pero, ánimo, todavía pueden hacerlo.
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