Vie 28.12.2007
las12

URBANIDADES

Nosotras decidimos

› Por Marta Dillon

Hay palabras que cuesta asimilar. Palabras que construyen definiciones y que bien podrían dejar su estela en las páginas que preceden a esta. Es una sensación como de ir corriendo y tener que frenar en seco. Porque si no, la amenaza es un palo en los dientes que suma al dolor el retroceso de la inercia. Ubicar el problema del aborto en la lista de lo criminal, como hizo la ministra de Salud, se parece bastante a un palo en los dientes. Igual que escuchar de bocas episcopales que el primer tema de agenda en su reunión con la presidenta había sido la defensa de la vida –que dicho así no parece malo a priori si no supiéramos lo que se esconde detrás de esa defensa a rajatabla de la vida, aun cuando no digan que se trata casi únicamente de la vida embrionaria–. Pueden parecer reflexiones a destiempo éstas sobre las declaraciones de Graciela Ocaña; pero ya se dijo, no es fácil asimilar el freno brutal justo cuando se estaba avanzando.

En los relatos que rodearon la liberación de algunos de los rehenes que la guerrilla colombiana tiene en su poder ocupó no poco espacio el destinado al hijo que tuvo Clara Rojas con uno de sus captores. El legendario líder de las FARC, Manuel “Tirofijo” Marulanda, se refirió al niño diciendo que pertenecía tanto a ellos como a los otros ubicando en esa sola frase al niño como a un objeto cuya apropiación es posible por medio de lo que usualmente se conoce como educación o sencillamente por la carga genética que ese cuerpo contiene. Así, el cuerpo de Clara Rojas y de su niño se convierte dos veces en rehén. Sobre el cuerpo de la mujer se impone más allá de la voluntad que haya tenido al momento del sexo una lucha que la excede y que hereda su hijo, al menos mientras dependa de los adultos.

Las mujeres abortamos. O acompañamos a otra a abortar, o nos enfrentamos a esa decisión que siempre es dramática porque no tiene margen ni de tiempo ni de opciones. Lo que crece dentro disputa el carácter de hijo o hija pero nadie más que una puede otorgarlo. Cuando una mujer no quiere –no desea parece una palabra débil para nombrar lo que la lleva a optar por el aborto– tener un hijo o hija el poder de evitarlo, todas lo sabemos, está en sus manos. Y lo va a usar, aun cuando le cueste la vida. Y esto excede incluso a las mujeres más vulnerables; nos involucra a todas. Claro que algunas harán lo más seguro para sí y otras vencerán el miedo e impondrán su voluntad contra la falta de recursos.

Los hombres también saben de qué se trata la decisión de un aborto. Lo saben aunque no esté en juego su propia vida, su cuerpo, la mirada de los otros o las otras, el peso de la ley. Los hombres deciden a diario no tener hijos y sencillamente corren el cuerpo, su nombre, su presencia. Se corren.

Nosotras no podemos corrernos, nosotras parimos, nosotras, necesariamente, decidimos. ¿Cómo puede una decisión vital, íntima, dramática, quedar del lado del delito cuando todas sabemos que de todos modos la tomaremos? ¿No es esa una manera de proscribirnos?

La ministra de Salud fue más lejos todavía. Circunscribió el aborto terapéutico a la violación de una “mujer incapaz”. ¿Quiere decir esto que las únicas capaces de decidir sobre si tener un hijo o una hija cuando el embarazo ha sido forzado son, justamente, las “incapaces”? ¿O quiere decir, en la interpretación más perversa de esa excepción, que en ese caso puede decidir cualquiera porque total las incapaces son sencillamente eso?

Hay definiciones que cuesta asimilar. Simbólicamente sigue teniendo su peso que una mujer lleve la banda presidencial. Pero ese peso simbólico también es contundente cuando las primeras definiciones hacia otras mujeres obturan radicalmente su derecho inalienable a decidir sobre sus propios cuerpos. Es como poner un palo en la carrera de un festejo que no terminó de fraguar cuando ya se está imponiendo un modo de ser mujer que solamente aguante pero no decida, no desee, no moleste.

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