URBANIDADES
› Por Marta Dillon
Lo que sigue es una confesión: muchas veces, en los últimos veinte años, soñé con tener una empleada doméstica con cama adentro. Hay que decirlo así, crudamente, para darse cuenta por qué este anhelo tan burgués es una confesión. Basta detenerse en el verbo “tener” en relación con una persona o el vulgarismo “cama adentro” y el peso de la confesión caerá de maduro, como una pera de su árbol. Puedo decir a mi favor que tenía una niña pequeña, que estaba sola y vivía a 40 kilómetros de mi trabajo y entonces el sueño estaba radicalmente atado a la ilusión de que ella no tuviera que andar conmigo de aquí para allá, ser depositada cual paquete en casa de mi tía –que amorosamente la cuidaba, igual que su empleada doméstica– o de amigas. Era un sueño de estabilidad para ella y para mí, pensando que algún día podría llegar a casa y tener comida caliente o a una distancia igual a un minuto de microondas. De alguna manera, quería alguien que nos cuide. Y sí, que lo haga porque es su trabajo y punto.
Mi sueño burgués no se concretó y no porque alguna vez haya metido la cola el peso moral que en abstracto significa expropiar la vida de alguien más para que esté disponible y hacerme la mía más fácil, por mucho sueldo que pueda pagarse –que, además, nunca es mucho, vamos–. Sencillamente, nunca conté con el dinero suficiente. Con el tiempo –a los 19 años de mi niña–- pude contratar a una persona que iba a casa cinco veces por semana y que sin duda mejoró la calidad de vida de la familia. Desde el principio convinimos un sueldo –nada maravilloso, pero, llamativamente, bastante mejor que lo que propone la ley, supe después– y “blanqueamos” su situación laboral haciendo los aportes que exige la ley. Ley poco exigente, casi un regalo servido en bandeja para la clase media culposa que en lugar de lavarnos la ropa, podemos lavar nuestras culpas por casi 60 pesos por mes. Supe después que, además, haber pagado aportes no implica que una tenga obligación de indemnizar en caso de despido, ni dar licencia por maternidad y que el aguinaldo es un gracioso favor que pueden o no hacer las patronas o los patrones si les viene en gana. Tampoco hay control sobre los aportes ni penalidad alguna cuando se dejan de pagar: la obligación contractual se termina en el momento en que dejan de registrarse esos aportes. O eso es lo que se supone.
Hubo en los últimos años una simpática campaña de bien público que ejemplificaba sin muchos rodeos el lugar que ocupan las empleadas domésticas en la vida diaria de la clase media: “En lugar de hacerle un monumento...”, decía, mejor blanquear su situación laboral. La pregunta que me hacía la empleada era ¿para qué? Obra social invisible, aportes mínimos... Tal vez la jubilación futura, la chance de sumar aportes con los que haría su marido para tener un servicio de salud mejor... nada de eso la convencía, mejor el dinero en mano y el hospital público. Pero, claro, lo del blanqueo parece quedar de este lado de la relación laboral, tenerla en blanco, blanquea.
Ahora se supone que está por discutirse a nivel legislativo un nuevo convenio para el trabajo doméstico, para las mujeres que hacen el trabajo doméstico, no jodamos. Ese trabajo que si no anula la posibilidad de cualquier otro, al menos lo comprime a su mínima expresión y siempre queda de este lado. Del de las mujeres, digo. Que podemos tener confidencias con la empleada doméstica, confiarle los hijos que son lo más preciado, pero siempre sabiendo que hay una basurita que estamos empujando bajo la alfombra y es que esa mujer enfrente de una está pagando el precio de las propias oportunidades.
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