Vie 06.01.2006
las12

CLASIFICADOS

La libra de carne (bien repartida)

› Por Roxana Sandá

Las desean bilingües y para emprender relaciones afectivas, eventos desorbitados o cocteles empresariales, para volantear cursos de PC, para posar, para surtir combustible en estaciones de servicio, para estar dispuestas en exposiciones de industria con olor a macho, para ferias de mascotas o junto a góndolas de hipermercados. Promotoras todas, integran con cadetas y telemarketers la casta más joven del mercado laboral, bajo una modalidad de servicio que pisó la Argentina en los ochenta, con la onda expansiva de la globalización naciente. Sin embargo, el curso de las últimas dos décadas no alteró media letra de las condiciones feroces que se les impone a las muchachas más flexibilizadas de los mal llamados empleos cool. Ana del Giudice, administrativa de 40 años y ex “promotora tipo A para eventos”, como definen las agencias de empleo a las integrantes de sus staff vip, es capaz de recitar de memoria “el decálogo de la humillación” que, asegura, sufrió entre los 18 recién cumplidos y los 25, cuando decidió pilotear un horizonte propio. “Las uñas siempre debían ser largas y pintadas con esmalte blanco, tipo calcio; si llegabas con uñas cortas se limitaban a mirarte con repugnancia y te despachaban con un ‘esta vez no, mi vida’. Los seleccionadores de agencia siempre fueron animales que van a pedir ‘lolas grandes y buena cola’, porque supondrán que es menos violento que decirte ‘queremos minas de tetas grandes y culo parado’. Entonces durante la entrevista una se paraba frente a estos cafishos encubiertos y daba la vueltita como la Legrand, pero despacito, porque necesitabas la plata y en definitiva no hacían más que radiografiarte el culo en menos de dos minutos.”

Especie de todo terreno como sus pares latinoamericanas, las promo vernáculas (no existe un registro oficial que las contabilice) hacen las veces de recepcionistas, guías, promotoras de imagen y –últimas exigencias del morbo neocapitalista– de azafatas, oficio difundido en las salidas de copas del empresariado japonés. Versión freak de las geishas, nuestras azafatas se encargan de acompañar a ejecutivos –por lo general extranjeros en viaje de negocios–, en busca de locales after hours y comederos lujosos, y a diferencia de las prostitutas vip que hacen base en los lobbies de hoteles cinco estrellas, las azafatas niegan que deban completar esas jornadas con un servicio sexual, aunque el off siempre sostenga lo contrario. En todo caso, lo promueven las mismas agencias para las que trabajan: “Promotoras y modelos con diferentes perfiles que se ajustan para cada tipo de acción a ser emprendida”. Ultimamente sus cuerpos no resultan buena moneda de cambio, con el trabajo en negro que arrecia y la mayoría de los empleadores exigiendo damas monotributistas, aun cuando las afectadas laboren más de cinco horas diarias. La patria sindical también hace lo suyo, desde que el secretario del gremio de Comercio, Armando Cavalieri, descubrió la superpoblación de promotoras que andan boyando, aunque la Asociación Modelos Argentinos (AMA) pretenda reclamarlas como propias. Pero los tiempos cambian, ellas no piden “con su queja/ una ley que las proteja/ de los hombres que usan la publicidad/ explotando su sensualidad” y ya nadie se acuerda de Pedro y Pablo.

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