Vie 19.10.2007
las12

CLASIFICADOS

¡Decí whisky!

› Por Roxana Sandá

Existen varias fórmulas que exponen la desventaja de las mujeres frente a los varones en el mercado laboral. Algunas son tradicionales, como la segmentación horizontal, un registro de la concentración de aquéllas en ocupaciones definidas, en términos culturales, como típicamente femeninas. La segmentación vertical es el otro medidor que las ubica en puestos de menor jerarquía, lo cual implica peor remuneración y mayor inestabilidad, sobre todo en el sector privado. Sin embargo, desde la última década, los institutos de estudios laborales ponen la mirada en el crecimiento de una tercera pata: la sobrerrepresentación, un regodeo cuasi grotesco de los ítems que mandan en el empleo femenino. Ejemplos tradicionales son las actividades vinculadas a sectores de baja calificación, donde el servicio doméstico ocupa el primer lugar, seguidas por la docencia, la enfermería, las tareas de oficina, la venta en comercio y la atención en peluquerías. Pero las mujeres se ven sobrerrepresentadas también (y sobre todo) en lo que se espera de ellas. Sólo con tomar al azar cualquier página de búsqueda de empleo podrá leerse un rosario de condicionamientos: excelente presencia, joven, bonita, maternidad resuelta, tez blanca, actitud proactiva, buena predisposición, trato cordial o comportamiento entusiasta. En su estudio reciente sobre incidencia del género en las negociaciones cotidianas ¿El género mujer condiciona una ciudadanía fantasma?, Clara Coria advierte que “los condicionamientos psicosociales de género van conformando una subjetividad femenina que ubica a las mujeres como seres altruistas, incondicionales y abnegados al servicio de los otros. Desde tiempos inmemoriales las mujeres hemos sido educadas en la dependencia y para la dependencia, lo cual significa, entre muchas otras cosas, estar más preparadas para satisfacer los deseos, intereses y necesidades ajenas que las propias”.

Ostentar “buena onda” comprobable y “saber sonreír en horas pico” habla, cómo no, de las múltiples presiones legales y sociales que obturan una subjetividad femenina de por sí vapuleada entre sus propios conflictos, ideales y temores. El deber ser femenino es la brecha que tajea el sitio exacto donde se paran hombres y mujeres. Coria se apoya en los rangos de “ciudadanía plena” y “ciudadanía fantasma”, para explicar ciertos mandatos. “Es posible comprobar que aun en aquellas sociedades que se consideran solidarias, democráticas y de avanzada las mujeres no logran estar en posesión de una ciudadanía plena. Se trata de algo que a mi criterio nominaría como una ciudadanía fantasma. Es decir que conserva en apariencia el derecho de participar, opinar y decidir, pero en la práctica cotidiana ese derecho se desdibuja y no son pocas las mujeres que siguen acomodándose a los deseos ajenos sin poder otorgarles a sus propias necesidades el mismo rango y jerarquía.” En una sociedad patriarcal como la argentina, con mayoría de puestos decisorios ocupados por hombres, las mujeres son fatalmente concebidas en tanto madres, precisamente como seres altruistas, incondicionales y abnegados. “Por carácter transitivo, resulta que las mujeres serán consideradas tanto más femeninas cuanto mejor se comporten.” La “matrix” laboral fue pergeñada para desdibujar el deseo de las mujeres en pos de los deseos ajenos, ignorando sus intereses reales y postergando cualquier intención de progreso. Por cierto, hasta aprender a ensayar una sonrisa en hora pico tendrá su costo inevitable.

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