LA VENTA EN LOS OJOS
› Por Luciana Peker
Deme dos”, fue la frase que ejemplificó el consumo de la plata dulce de la dictadura. El deme dos iba a Miami y traía en el carrito de Ezeiza dos televisores o dos lo que fuera porque lo importante no era lo que se compraba sino comprar. Y al comprar, mostrar que se podía comprar. El deme dos –que ahora se encarna en la meca del plasma– es la metáfora del consumo más descarnadamente vacío de otro sentido que no sea la exhibición y la (supuesta) compra de la salvación de la exclusión. Es cierto que también el mercado de consumo crea necesidades (un celular, un mp3, un sommier, una cámara digital o unas botas con flecos) pero, aun así, es distinto porque esos objetos expresan sueños de almacenar, dormir, decorar, llevar, escuchar. Ahí –aun con las críticas al hiperconsumo– el comprar es vehículo y no objetivo ni objeto. Y ahí, especialmente para el recambio de las nuevas tecnologías, y, justamente, con las nuevas tecnologías llegaron nuevos portales web a través de los cuales la gente busca, compra y oferta. Uno de esos sitios es mercadolibre.com (que no por nada se llama así) pero que tiene varias ventajas con las cuales podría haberse propagandizado: hay ofertas renovables de productos nuevos o usados y con precios (usualmente) más económicos que las grandes cadenas de electrodomésticos (que además tienen el costo de pagarles a David Nalbandian, Pablo Echarri o Gran Hermano para atraer clientes).
Sin embargo, Mercado Libre no recurrió a sus ventajas para promocionarse, sino al consumo del deme dos sin mirar qué. Ni a quién, que ya es mucho más grave. Porque el Mercado Libre se vende como tan libre que a través de su web se puede comprar y vender personas. En la publicidad radial del portal se escucha el sketch de un esposo que compra a un locutor para tener una voz de locutor en la casa. ¿Para qué sirve? Obviamente, para ornamentar la nada. ¿Cuánto cuesta? “Nada, si lo compré en Mercado Libre”, le explica el esposo a la esposa, que si algo no cuesta nada –nada es un decir– no pone reparo a la compra, sino ubicación. “Ponelo al lado del niño cantor”, indica en el mapa de una casa donde ya no hay objetos de todopordospesos.com, sino personas llamativas como lucecitas de Navidad, pero baratas. Bien baratas.
Ok, es un chiste. Aunque el chiste ya fomenta el consumo más dictatorial –el de comprar sin saber por qué– pero, además, es un chiste que muestra y demuestra que en un país donde una adolescente puede costarle a un proxeneta un auto viejo, 300 o 1000 pesos –y no es chiste–, donde hay cuatrocientas mujeres desaparecidas –sin que su foto en Internet alcance para poder encontrarlas– hablar de vender y comprar personas (todavía) puede ser un chiste. No son niños cantores ni locutores. Son mujeres obligadas a prostituirse. Y el mercado es (o parece) libre. O, mejor dicho, zona liberada.
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