LA VENTA EN LOS OJOS
› Por Luciana Peker
“El que quiere celeste que le cueste”, dice el dicho que anuncia que las aspiraciones celestiales en la Tierra tienen el color designado a los niños: celeste. Y decir celeste no es poco. Ya que pocos estigmas de lo que fue, es y debe ser femenino y masculino han perdurado tanto —por encima de la batalla por la igualdad de los géneros— como la división entre rosa y celeste. Tanto, que un obstetra me contó que una mujer le llegó a pedir una ecografía fuera de rutina porque tenía pasajes para Miami y quería ver si compraba el ajuar celeste o rosa. El deseo o el imaginario sobre un hijo o hija está hecho de esos dos colores —que los amarillos son bobos, los blancos híbridos, los manteca puajosos y los verdes difíciles de encontrar— que delinean las diferencias con la que nacen varones y mujeres. Las niñas se envuelven en rosa y los niños en celeste. Y esa diferencia, aun en padres que conviven entre pañales y trabajos compartidos, sobrevive. O, incluso, parece expandirse. ¿Qué significa este aullido rosa en carteritas de peluche rosa, corazones que laten rosa, princesas que se multiplican —en curitas o en potes de crema como los que acaba de lanzar Nivea— con vestidos rosas, en volados rosa y en rosa, rosa, rosa?
Una mirada crítica —y posible— vería un regreso al fomento de las niñas estáticas, maravillosas, como el rosa, pero maravillosas para la mirada masculina —con bata y todo— que esperan una mujer que los espere (no importa si es con la comida o con el tantra listo). Estaríamos, entonces, ante una nueva generación de chicas que quieren una vida color de rosa y que esperan un príncipe azul —un paso adelante en la paleta del celeste— que les haga su vida —y no que ellas la hagan— tan soñada y decepcionante como en una novela rosa.
Pero hay otra forma de mirar la inclinación al rosa por una elección hacia un color alegre, positivo y poderoso (lo admito: me gusta el rosa, más tirando al fucsia que al pastel) que nunca es inocente —tampoco ahora—, pero que apuesta a la diferenciación con los varones —un sentimiento fuerte en la infancia—, no desde la disminución sino desde la distinción. El power rosa entonces es —o puede llegar a ser— un color activo. En ese sentido, la publicidad de Toot en donde se ven unas botitas de lluvia —un calzado destinado a la diversión y las travesuras— rosas pisando un gran charco de agua muestra a niñas que juegan, que pisan fuerte, que se mojan (toda una liberación para la sobreprotección femenina), que se ensucian, que están en la calle (toda una definición en tiempos de chicos encerrados por los tiempos completos en escuelas, autos y edificios), es un paso positivo. Todo lo contrario a las minisexies que andan con taquitos en verano (con los que se caen y no pueden caminar, mucho menos correr) o a las modelitos con volados que no pueden saltar ni revolcarse y que son fashion victim del sexismo, la moda y sus madres. Pero no todo lo que es rosa reluce rococó rosado. Por eso, resignificar el rosa es una manera de darle otra mirada a ese ADN cromático asignado a las niñas.
¡Que llueva, que llueva! ¡Y que las niñas jueguen en la vereda!
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