LA VENTA EN LOS OJOS
› Por Luciana Peker
“Es una discusión de alta peluquería” alguna vez calificó el ministro Aníbal Fernández a un debate entre Hilda “Chiche” Duhalde y Cristina Fernández. Todavía hace falta decir que –para los políticos– la contienda entre dos políticos es política y, en cambio, el debate entre dos políticas es peluquería. Pero lo interesante es que hay algo más que decir y es, justamente, reivindicar los decires de peluquería.
Las mujeres podemos descansar la cabeza en ese lugar donde está permitido apoyarla. Fuera de la almohada hay pocos espacios legitimados para cabecear –algunas rasgarán con uñas y dientes sus clases de yoga, impondrán su siesta de domingo o su amanecer al mediodía en el acoso sobre su tiempo propio (que siempre tiene que ser productivo para cuidar a los demás, trabajar, progresar o modelar el cuerpo)– y ese ritual alegremente frívolo es una isla, legitimada por la idea (¿o cortina de humo de secador?) de que a la peluquería se va para estar linda y el “por estar linda” es una clave que abre el password de los permisos del siglo del deber ver.
Además de abrir las manos para que nos las pinten (alabadas sean las manicuras que antes del rojo pasan cremita por las articulaciones), las mujeres se tienden en los sillones a dejarse cortar, lavar, asesorar, teñir, peinar, humectar y –otro derroche–: esperar. En ese tiempo hay dos permisos. Uno es a leer frivolidades –la cantidad de profesionales que culpan a la peluquería de su conocimiento banal...– y el otro es hablar. Hablar y ser escuchadas. Porque no es noticia decir que muchas mujeres agarran al muchacho o muchacha que les preguntan qué se quieren hacer para aprovechar que alguien las mira y exprimir ese ratito en donde tienen a alguien que está detrás, pero no les da la espalda. Allí empiezan las charlas de peluquería por el devenir de divorcios, romancetes, lo llamo o no lo llamo, el hijo que está a punto de repetir o la madre que se rompió la cadera. También están los comentarios sobre si me opero los párpados caídos o la dieta de las bandejitas.
Aprovechando ese trenzado cotidiano, la empresa L’Oréal, con el apoyo de la Unesco, decidió sponsorear y capacitar un proyecto de la Fundación Huésped para que los peluqueros/as se conviertan en multiplicadores de información de prevención y lucha contra el sida. “Quien cuida la belleza cuida la salud” es el lema de una campaña que puede lograr que en la planchita de una adolescente de un sábado a la tarde se cuele la recomendación de usar —y llevar— preservativos. Aprovechar el poder cotidiano —y relegado— de los peluqueros es una muy buena estrategia. También, usar el enorme caudal publicitario de los productos de belleza para que la feminización del sida no siga creciendo.
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