Vie 21.06.2002
las12

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La sola

› Por Sandra Russo

Ella estaba sola desde hacía poco tiempo y, lo que es aún más importante, se hacía a sí misma compañía desde hacía muy poco tiempo. Después de una convivencia atravesada por los peores vicios de las convivencias -reproches engomados, celos puntiagudos, insatisfacción batida, roces en continuado, desánimo a dúo, descalificación constante como la gota del cuerito roto que nadie llegó a cambiar–, ella recién estaba empezando a disfrutar la lectura del diario a la mañana con las dos plazas a su merced para hacer migas y desplegar los suplementos; recién había descubierto que podía poner la radio lo suficientemente fuerte como para escucharla desde la bañera; recién estaba aprovechando la demora de su paso a la vuelta del trabajo, porque no había nadie esperándola, nadie con hambre, nadie pendiente de sus horarios, nadie en el living ni en la cocina para cuestionar por qué esa noche, otra vez, comería fruta y yogur. Ella estaba sola desde hacía tan poco tiempo que todavía estar sola le gustaba. En la tele ponía programas espantosos –de chismes, por ejemplo– que le hubiera dado vergüenza ver delante de alguien. Se ponía máscaras revitalizantes en la cara y andaba así, embadurnada hasta el cogote, sin mirarse al espejo durante una o dos horas, y era feliz porque ahora podía, si llegaba a antojársele –cosa que obviamente dudaba–, ponerse máscaras revitalizantes cada día, andar por la casa con toalla en la cabeza y cara embadurnada, ridícula a su antojo.
Ella estaba entonces todavía de novia consigo misma cuando lo conoció a él, que venía de unos años de soledad y ya estaba cansado. A diferencia de ella, él estaba harto de comer empanadas cada noche, estaba harto de llegar a su casa y de encontrar los vasos sucios exactamente allí donde los había dejado, estaba harto de los diarios y de todos los suplementos de los diarios, porque lo que él quería no era leer sino charlar.
El a ella le gustó, como ella a él. Y empezaron una relación sin nombre, pero que muy pronto pareció un noviazgo. Eso a él le gustó. A ella no. El se aferraba a los lazos de intimidad que iban surgiendo inevitablemente, mientras ella temblaba por un escalofrío, porque dice la leyenda que hay pocos hombres para muchas mujeres y una no puede dejar escapar a un hombre así nomás. Pero, por otra parte, ella debía admitir que todavía no se le había gastado la fascinante convicción de no tener que dialogar ni que llamar ni que esperar que la llamaran, que no tenía que pedir y tampoco que dar, que no tenía que complacer ni evaluar si estaba siendo complacida.
En fin: un día ella le dijo que prefería que esa noche no se vieran. El se angustió y ella maldijo el hecho de ser culpable, otra vez, de la angustia de otro. Se dejaron de ver y no se sabe si él finalmente se casó con su siguiente novia, o si ella se arrepintió a los tres meses, cuando una noche llegó a su casa y no encontró a nadie y se depr
mió. Con los hombres y las mujeres nunca se sabe. Puede pasar cualquier cosa.

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