Es como una velita de un cumpleaños que ya pasó. O como el día después de una fiesta: es ese despertar confundido y vagamente irritado entre ceniceros llenos de puchos que otros fumaron, pilas de vasos sucios y restos de canapés en los lugares más insospechables. Ella es como todas hemos sido en algún momento de nuestras vidas, alguien que por ahora sigue de largo con un paseo que ya no la entusiasma, porque no es fácil decir: “Paren el barco, me bajo, no juego más, me las tomo, ¿qué estoy haciendo acá? Conmigo no cuenten. ¿Yo?, argentina”.
Puede haberse equivocado de matrimonio o de trabajo, puede haber sobreestimado sus fuerzas y haberse embarcado en alguna empresa vital que se supone debe hacer feliz a cualquiera (¿la maternidad?, ¿un ascenso?, ¿un compromiso?, ¿una mudanza?, ¿otro embarazo?). Pero a veces, en la mitad de cualquiera de esos viajes, puede sobrevenir un incendio interior a la inversa de esos incendios gloriosos que no queman sino que iluminan la vida. El incendio interior a la inversa chamusca, barre, decepciona, decolora, debilita, quita ganas.
Ella está apagada como la luz de una casa en la que no vive nadie. Sigue su curso, cumple con sus deberes, da el presente, evalúa, mide y compara, se controla, se repite que no es poco lo que tiene, y claro que no es poco, porque a veces es mucho, muchísimo, pero no es lo que ella está deseando, no es lo que ella desearía, no es lo que ella, humildemente, necesita.
Esta chica tiene paciencia y guarda respeto por quien ella misma ha sido un tiempo antes. Lo que eligió elegido está, parece reafirmar con cada acto y cada gesto. El precio que paga por seguir arriba del barco del que no se anima a bajarse es apagarse. Es una parte equívoca de lo femenino, una parte que hay que patear como el tablero, porque nos han enseñado que abnegarse es una virtud. ¿Dónde está escrito? Y si lo está, ¿quién lo escribió?