TALK SHOW
compromisos encontrados
› Por Moira Soto
Aunque durante mucho tiempo se la conoció como “la novia de Kafka” (gracias a la edición de las cartas que el genial escritor le enviara), Milena Jesenká fue muchas otras cosas en su vida de 48 años: huérfana de madre a los 13, después de estudiar en el exclusivo instituto Minerva se enamoró de un escritor bohemio, Ernst Pollak, austríaco de origen judío, y su padre –enojadísimo– le encerró en un manicomio del que ella se escapaba para verse con su amante, con quien luego se estableció en Viena. Soportó un tiempo el maltrato de Pollak, trabajó en lo que pudo (limpió casas, dio clases de checo) y encontró alivio a sus penas en la relación epistolar y los pocos encuentros con Kafka, alguno de cuyos relatos M.J. tradujo. Pero esa conexión se cortó. “Kafka y Milena no tuvieron que confrontar su amor con la realidad”, escribiría mucho después Jana Cerna, la hija que tuvo con el arquitecto Jaromis Krejcar, en 1928. Por ese entonces, Milena había abrazado a full el comunismo, y escribía brillantes notas periodísticas de espíritu feminista en páginas dedicadas a las mujeres y el hogar, mientras proseguía con las traducciones. Krejcar, también ferviente comunista, dejó a su familia para ir a vivir a la Unión Soviética, de donde volvió espantado de las arbitrariedades y crímenes del stalinismo. Milena, que se había hecho morfinómana después de romperse una pierna (¡por esquiar embarazada!), cuando Krejcar partió, debió cuidar a un camarada enfermo, Euzen Klinger (la letra K la perseguía), con el que no se privó de tener un romance. Pero empezó a desencantarse del comunismo soviético, criticó públicamente las purgas, la conducta con la España republicana, denunció por escrito la forma en que habían sido traicionados muchos militantes.
En 1938, la Alemania nazi invade Checoslovaquia y Milena se mete con todo en la resistencia, va por la calle con una estrella amarilla prendida en la ropa sin ser judía, y ayuda a escapar a personas en situaciones de riesgo. El 1º de noviembre de 1939 es detenida por la Gestapo en Praga, acusada de “conspiración para alta traición”. La llevan a Alemania y es absuelta en Dresde, luego de sufrir prisión en pésimas condiciones. Vuelve a Praga y entonces la Gestapo la envía al campo de concentración de Ravenstrück, donde su conducta animosa, solidaria, valiente y creativa ayuda a mejorar el día a día de la calidad de vida de las prisioneras, con una de las cuales, Grete Neumann, mantiene una gran amistad amorosa.
El dramaturgo Jorge Palant tuvo la provocadora idea de convocar a este personaje tan desmedido –que murió en 1944, de una infección en el campo– y oponerlo a Kevin Carter, el fotoperiodista sudafricano que se suicidó en 1992, a los 33, un año después de sacar esa foto que ganó el Pulitzer, la de la niña sudanesa a punto de desfallecer antes de alcanzar una magra ración de comida, mientras un buitre espera detrás a su presa. En la pieza Réquiem se despliegan dos visiones del mundo divergentes, incompatibles, encontradas: la de la mujer que declara que al entrar en el campo eligió vivir, y la del hombre que luego de capturar esa imagen se sentó a llorar porque decidió que no podía con un gesto de ayuda resolver el futuro de esa chica pasada de hambre, y apenas atinó a espantar el buitre. Ambos, en el siglo XX, en distintas épocas y latitudes, han sido testigos del genocidio. Milena, víctima directa, apuesta a la solidaridad, a la dignidad, descubre una risa con la que, desde su libertad interior, clausura por momentos la maldad, la estupidez, el dolor. Kevin, en cambio, más cerca del universo sin salida y sin esperanza de Kafka, no ha podido superar el veredicto de su padre (“no podemos hacer nada”) y tampoco soportó la presión periodística (“¿qué hizo usted por la niña?”), la muerte y dispersión de los compañeros que habían jurado dar testimonio. Milena comprende su malestar, advierte su buena fe y encuentra palabras justas para confortarlo. En un último gesto piadoso, tierno, reparador, lo recibe en su regazo, como alguna vez a Kafka. Una pietà sugerida que cierra un espectáculo conmocionante y polémico, en el que se aúnan la calidad del texto y los hallazgos de una muy estilizada puesta en escena de Daniel Suárez Marzal, respaldada por la sutil iluminación de Nicolás Trovato, los diseños de escenografía y vestuario que se integran a la concepción visual y conceptual del director. En un clima escénico despegado del todo naturalismo, de un distanciamiento ascético pero que no excluye emociones que apelan a la participación del público, resultan admirables las actuaciones de Ana María Castel y Sergio Surraco.