Vie 24.05.2002
las12

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Ninguna con su voz ni con su ángel

› Por Moira Soto

En clásica salida de baño blanca recostándose sobre el pecho desnudo de George Peppard para hacerse una siestita o en espléndido fourreau negro con tres vueltas de perlas siguiendo la línea del escote, Audrey Hepburn sigue siendo la más elegante entre las elegantes. Lo pueden comprobar viendo Breakfast at Tiffany’s, de 1961 (que se estrenó en nuestro país como Muñequita de lujo, pero ahora se emite respetando el título original: Desayuno en Tiffany’s), el próximo martes 28, a las 23, por la señal de cable I-Sat (repite el miércoles a las 03.15) o alquilándola en video. Porque Audrey habrá estado admirable en muchas películas, de La princesa que quería vivir (1953) a Always (1989), de Sabrina (1954) a Robin y Marian (1976), siempre con ese toque naturalmente aristocrático que apenas logró enmascarar en la primera parte de Mi bella dama (1964), pero sin duda en Desayuno... alcanzó la cima absoluta de la sofisticación sin dejar de ser la criatura sensible y carismática de siempre. Mírenla si no en ese arranque, cuando al amanecer baja del taxi en una Quinta Avenida desierta con el citado fourreau y guantes al tono hasta la mitad del antebrazo, el rodete alto sujeto con brillantes. Como si tal cosa, de una bolsita de cafetería saca un vaso de cartón y una especie de donut y se pone a desayunar frente a la vidriera de la famosa joyería del título...
Estrella única e irreemplazable, de una belleza tan armoniosa como imperfecta, Audrey Hepburn llegó a Hollywood con sus exquisitas maneras, su cuerpo de una flacura que hoy llamaríamos anoréxica (de niña pasó hambre en Holanda, durante la guerra, y nunca pudo recuperar un peso normal), cejas alargadas y tupidas, en una época de rubias, morenas y pelirrojas pulposas. Su éxito fue arrollador (salvo cuando la dirigió su primer marido, Mel Ferrer) y aun hoy, a casi diez años de su muerte (había nacido en 1929), sus películas siguen gustando a través de la TV, el video y el dvd, y su grácil figura, tal como luce en Desayuno..., aparece regularmente en la publicidad de Longines ilustrando el lema “Elegance is an attitude”. Amén, por supuesto, de los incontables libros, afiches, notas dedicados a sus films y a ella misma, una lady hasta cuando –ya muy enferma de cáncer– visitaba a los niños famélicos de Africa y los tomaba amorosamente en sus brazos.
Pero tornemos un poquito a Holly Golighly, la inefable protagonista de Desayuno..., esa chica del campo que se hizo de lo más neoyorquina, con un pasado para olvidar y un presente rozando la prostitución, aunque su ambición –que no su deseo profundo– es casarse con un millonario que solucione todos sus problemas (materiales). Desde luego, Holly encontrará el amor verdadero, que para eso estamos en una comedia (agridulce, eso sí) de Hollywood. Pero como el autor del relato original se llama Truman Capote, ese amor no llegará bajo la forma de un redentor sino de un hombre con deslices, un escritor digamos esponsoreado por una rica amante de más edad. Holly tiene un gato genial, Cat, que actúa para el Oscar, y una ropa de Balenciaga –ay, esos redingotes, esos suetercitos de cuello bote volcado...– que para qué contarles; también tiene unos tapones para los oídos con adornos colgantes como pendientes y una boquilla interminablepara fumar en las fiestas. Y lo último pero no lo menos importante, una voz dulcísima y afinada con la que canta, apoyándose en el marco de la ventana y pulsando una guitarra, “Moon River”, de Henri Mancini. Gracias a la Diosa que Marilyn Monroe no se animó a hacer Desayuno..., porque aunque la protagonista de Una eva y dos adanes era una extraordinaria comediante, Holly Golighly era y será patrimonio exclusivo de Audrey Hepburn.

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