TALK SHOW
› Por Moira Soto
En la década que siguió al desastre de Wall Street, una muñequita cachetuda de rizos de oro y sonrisa bien abrochada (con un hoyuelo a la derecha de su boquita de frambuesa) empezó a trepar en la lista de los Ten Top Moneymakers de Hollywood. En 1934, a los seis (pero declarando cinco), Shirley Temple aparecía de golpe en el octavo puesto, y al año siguiente ya se encaramaba en el primer lugar, donde se mantuvo durante cuatro temporadas perfeccionando sus monerías mientras que el estudio (la Fox) y su aprovechadora madre rezaban para que la niñita se mantuviese igual a sí misma, con su saludable aspecto de bebota feliz y sus dientitos de leche (con el fin de preservarlos se le administraban papillas y otras blanduras comestibles).
Pero la reinita del box-office –que no era un enano de 50 años como sospechaba el escritor Graham Green, quien también la llamó “pequeña depravada”, considerándola el ideal de viejos sátiros– obviamente creció, los bucles y los zoquetitos y la falditas cortonas ya no le sentaban tan bien, y sus zalamerías empezaron a resultar menos convincentes al público. En 1939 descendió abruptamente al quinto lugar, aunque todavía ganaba fortunas, y al año siguiente Shirley Temple desapareció de esa lista de grandes imanes de boletería. De todos modos, su diligente progenitora, después de una impasse laboral de año y medio, consiguió un buen contrato con la Metro en 1941. Y en 1942 la colocó en Artistas Unidos donde la chica –ya de catorce reales, trece para las gacetillas– hizo su primera incursión como adolescentita castamente enamorada en Miss Anne Rooney (1942), film que a la vez cierra una etapa en declive que unos años después intentaría remontar en plan estrellita juvenil sin demasiada fortuna.
Los actorcitos y las actricitas precoces han tenido destinos muy diversos en Hollywood, meca del star system, una trituradora que afectó seriamente a figuras como Bobby Driscoll, Judy Garland, Linda Blair, Macauley Culkin, y de la que salieron casi ilesas Elizabeth Taylor, Anna Paquin, Jodie Foster. Con frecuencia, detrás de una estrellita infantil hay una madre (a veces también un padre) ansiosa y presionadora, resuelta a promover y vender las habilidades de una criatura en esa feria de vanidades que es el mundo del espectáculo. Esto sucedía con particular intensidad durante la década del ’30 en que muchísima gente peregrinaba hacia los estudios californianos en busca de la salvación (económica, no de sus almas), de una oportunidad para obtener la fama.
Gertrude Temple empezó a arrimarse a esa zona con la muy pequeña y aplicada Shirleycita, quien desde los 2 años se sabía algunas rutinas de baile y canto. A los 4 logró que la tomara la productora Educational para actuar en algunos cortos de la serie Babies Burlesks. Por supuesto que mamita Temple quería algo más, mucho más para su vástaga. Y para toda su familia, que se enriqueció a expensas de la cada vez más exitosa Shirley: en 1934 ya ganaba 1250 dólares a la semana, con partners del nivel de Adolphe Menjou y Gary Cooper. Y llegaría a los 300 mil por película hacia el final de los ‘30, un tocazo para la época. Mas no sólo de contratos para el cine vivía la familia Temple sino, también, del merchandising de muñecas y otros juguetes, libros, ropa, muebles con su efigie o su nombre, amén de discos con los temas que cantaba en la pantalla, productos vendidos por millones que pagaron suculentos derechos.
La Academia de Hollywood le regaló un Oscar “por haber proporcionado a millones de niños y adultos mucha más felicidad que cualquier otra niña en el curso de la Historia”. Todo un reconocimiento por hacer de nena ejemplar en sus películas y en la vida, exaltando siempre valores familiares y patrióticos con ese aspecto de mujercita relamida, lolita diminuta avant la lettre, con un corazón tan tierno como para zapatear a la par del negro Bill Robinson (genial bailarín de tap), por cierto haciendo de criado bueno, con el noble objetivo de ganar unos dólares para viajar a Washington y pedirle entre lagrimitas al mismísimo Lincoln que liberara a su papito sureño, prisionero del Ejército del Norte. Una monada, sin duda, muy del gusto del pensamiento conservador al que ST adulta contribuyó activamente desde las filas del Partido Republicano.
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