TALK SHOW
› Por Moira Soto
Hace cinco años, a Rod Lurie –productor, director, guionista– se le ocurrió hacer una película, La conspiración, sobre una senadora que, cuando muere el vicepresidente, es elegida por el presidente para que lo secunde en su gestión, tarea que –¿hace falta señalarlo?– se le dificulta por el mero hecho de ser mujer. La excelente Joan Allen interpretó a Laine Hanson, una persona con acentuada vocación política que sin embargo no estaba entrenada para moverse rodeada de un enjambre de asesores, negociadores, lobbistas. Además, la nueva vice debía vérselas con Shelley Runyon, un político cuyo candidato había sido desahuciado en favor de Laine, resuelto a vengarse con armas tan mezquinas como escarbar en el pasado privado de ella. Así, Runyon descubre pistas de la participación de Laine en una miniorgía juvenil y las hace publicar. Ante el ataque, la flamante vicepresidenta no niega ni se justifica ni se disculpa. Está dispuesta a renunciar antes de pedir perdón por viejas historias de su intimidad. “Si fuese un varón, se reirían de mis partners sexuales estudiantiles”, declara con firmeza, dispuesta a no ceder e imponiendo finalmente sus condiciones en un universo signado por las componendas y la hipocresía.
Este año, Lurie duplicó la apuesta en una nueva serie televisiva al proponer a una mujer vicepresidenta que asume el puesto de presidenta de los Estados Unidos cuando el titular se muere. Commander in chief es el título de esta exitosa producción –primera en el rating en su país de origen– que protagoniza Geena Davis, una actriz ya alejada de los papeles de acción violenta seudofeministas que le asignaba su ex Renny Harlin. En el rol de Mackenzie Allen, una independiente no afiliada a ningún partido que aceptó acompañar a un republicano y que ahora es presidenta, se han querido ver alusiones a Hilary Clinton y a Condoleezza Rice –dos mujeres lanzadas en esa carrera–, para disgusto, respectivamente, de republicanos y demócratas.
Sin embargo, lo novedoso de esta creación de Lurie –por otra parte, reemplazado en la dirección y el guión a partir del tercer capítulo– es que Allen no es una persona con una trayectoria política planificada, ascendente y ambiciosa. En realidad, ella era rectora de una universidad cuando Teddy Bridges le propuso que lo acompañara en la fórmula presidencial, y decidió probar, aunque se suponía que lo suyo era para conformar al electorado femenino y decorar el entorno cercano del presidente. A Mackenzie el ejercicio del poder le gustó, evidentemente. Por eso al morir Bridges, ella –muy a pesar de su archienemigo el republicano Templeton, encarnado por Donald Sutherland– decide jurar con todo derecho como presidenta. Con lo que aprendió sobre la marcha, algunas ideas humanistas bastante claras, intuitiva, creativa, de rápidos reflejos y con sentido común, Mackenzie Allen, de riguroso traje sastre, no se deja manipular y hasta el lunes pasado (a las 22, por Sony, repite a las 2) viene manteniendo un delicado equilibrio en la toma de decisiones, sin dejarse vender gato por liebre, ni en materia de ecología ni de terrorismo.
Cuando una de sus colaboradoras, malinterpretando sus órdenes (“no quiero escuchar hablar de torturas”, le había dicho) hace que sometan a un terrorista árabe a tormentos, antes de echarla le dice : “¿Lo habrías hecho personalmente? Si te parece algo correcto, podría haber sucedido sobre mi escritorio, en la oficina Oval... Si nosotros podemos torturar, otros países podrían hacerlo con nuestros ciudadanos”. En la elección del vicepresidente, Allen logra gambetear la triquiñuelas de Templeton y llamaa un general en cuya integridad e idoneidad confía –aunque se han enfrentado en el pasado–, que se le resiste. Ella lo hace venir invocando su condición de comandante en jefe. El milico –que tiene los atractivos rasgos de Peter Coyote– empieza a fanfarronear, pero Mackenzie le para el carro: “¿Sabés una cosa, Warren? No me impresionás con tus rudas bravuconadas de soldado, lo que decís es pura basura. Viniste, eso me dice que querés el trabajo, y yo quiero dártelo”. A los cinco minutos, la presidenta anuncia en la sala de periodistas que Warren Keaton es el nuevo vice.
En el ámbito doméstico, entretanto, las cosas empiezan a complicarse porque al marido de Mackenzie no le hace gracia ser el primer caballero, la hija adolescente descubre que ha perdido privacidad, el hijo no soporta las burlas por el papel de su padre que hacen sus compañeros de colegio y la propia presidenta no encuentra tiempo suficiente para dedicarle a su familia. Y cuando logra asistir a una cena con el grupo completo, estallan las tensiones acumuladas.
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