TALK SHOW
› Por Moira Soto
Hay algunos directores de cine que han criado fama de querer y comprender a las mujeres, de conocer a fondo los arcanos del mundo femenino, de saber extraer el mayor lucimiento de las actrices. Entre los cineastas del pasado, George Cukor obtuvo esa etiqueta –casi indiscutida a través de los años– pese a haber realizado piezas tan graciosamente misóginas como la titulada precisamente Women (1939). Mientras que en fechas más recientes, luego de haber abierto su variopinta galería de chicas –donde no faltaron lesbianas, ciegas, señoras que caían rendidas ante enanos– en Things You Can Tell Just by Looking at Her (2000), Rodrigo García volvió a cosechar elogios por su presunta sutileza para crear personajes femeninos con Ten Tiny Love Stories (2001) y la última, por ahora, con el mismo rebusque de viñetas breves vagamente entrelazadas, Nine Lives (2005, no estrenada en la Argentina). En todos los casos con un atractivo elenco de actrices, algunas de las cuales, al parecer, bajan automáticamente su cotización cuando son convocadas por el hijo de Gabriel García Márquez.
Deplorablemente, a propósito de Women hay que decir que este film se basó –mejorándole las réplicas e imprimiéndole mayor ritmo al relato– en la exitosa obra teatral del mismo título escrita por Clare Boothe (la misoginia no es patrimonio exclusivo de varones sexistas), y que la adaptación cinematográfica lleva la firma de Anita Loos y Jane Murfin (también hay misóginas inteligentes). Por si no bastaba el título, para que no queden dudas de que la película va a tratar sobre la variada fauna femenina, en el comienzo, junto al nombre de cada actriz aparece un animal distinto que luego adopta el rostro correspondiente: la bambi Mary es Norma Shearer; la tigresa Crystal, Joan Crawford; la gata negra Silvia, Rosalind Russell; la zorra Miriam, Paulette Goddard; la ovejita Peggy, Joan Fontaine, y así por el estilo hasta llegar al personal doméstico (blanco) identificado, respectivamente, con una vaca y una yegua.
En cambio, las dos o tres mucamitas negras (únicos personajes de esta etnia) son tan fugaces que no se consideró necesario equipararlas con ninguna bestia. En este gineceo no existen figuras masculinas ni en lontananza: los hombres –maridos infieles, casi siempre– son mencionados o atendidos por teléfono por las esposas, viudas, divorciadas, amantes, maravillosamente vestidas por diseños de Adrian que por momentos rozan la extravagancia absoluta (el suéter con tres grandes ojos en relieve sobre el pecho de Russell, el broche con forma de mano tamaño natural que cierra el abrigo de una modelo, el esponjoso abrigo de pieles blancas con que Shearer llora su desconsuelo).
El disparador de los enredos de esta comedia es un chisme que saborean encantadas las amigas de Mary, la buena: su marido le pone los cuernos –horror de horrores– con una chica de la working class, vendedora de perfumes en la Quinta Avenida. Las muy sádicas incitan a la pobre Mary para que vaya a la manicura y se entere por sí misma de la ingrata noticia, justo después de que ella se entera de que su esposo canceló el viaje que iban a hacer juntos al Canadá.
De movida, ofendidísima, Mary decide cortar con el traidor, pero su madre, que sabe más que el Viejo Vizcacha, le explica que los hombres son así, que a ella su marido también la engañó, que después de diez años de matrimonio Stephen necesitó sentir algo nuevo (“las mujeres, cuando nos pasa algo así, cambiamos de peinado o de cocinera”). Le aconseja que guarde silencio y no se fíe de sus amigas, le garantiza que él va volver cuando se aburra. Pero Stephen no deja a Crystal y Mary va a divorciarse a Reno, de donde regresa –aleccionada por una nueva amiga– a darle pelea a la tigresa que le robó al marido. Y sí, obvio, él –tan pánfilo que se casó con la amante codiciosa que además lo engaña con otro– vuelve a los brazos de su dulce, fiel y sufrida esposa.
En Nine Lives, el correctísimo Rodrigo García presenta rebanadas de vida amorosa y/o familiar de igual cantidad de personajes femeninos, algunos de ellos interpretados por actrices tan buenas como Robin Wright Penn, Holly Hunter, Amy Breneman, Glenn Close, Sissy Spacek, cuyo rendimiento en algún caso (Wright Penn en la foto) está por encima de la trivialidad del guión y la pomposidad de la caligrafía de este director tan empeñosamente abocado a las mujeres y su vida afectiva. El recurso que García reitera, y que han comprado algunos críticos norteamericanos como Stephen Holden de The New York Times, es el de plantear una situación, sugerir supuestas honduras y dejar cada cuentito en suspenso, sin cierre. Para mayor simbología, por si no se entendió que Rodrigo García habla de Cosas Importantes, Nine Lives empieza en una cárcel, con una presa latina que no se puede comunicar con su hijita que la visita porque el teléfono no funciona, y termina en un cementerio (oh, el ciclo de la vida) con una madre y su niña haciendo una especie de picnic frente a una tumba de no se sabe quién, hablando de bueyes perdidos. Lo malo es que los tiempos muertos de este film no sólo tienen lugar en el camposanto.
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