TALK SHOW
› Por Moira Soto
Quizás habría que mirar Madame Bovary (1949), primer gran melodrama de Vincente Minnelli, como lo que quedó después de los avances de los censores, de las presiones del productor David O. Selznick, del interés del actor inglés James Mason en interpretar el rol de Flaubert en el prólogo y el epílogo de la película... Empero, a pesar de todos los escollos, las influencias, los cambios, Madame Bovary es una fascinante relectura hecha por un director con una estética propia, que da su versión personal de la soñadora inconformista en vana búsqueda de un absoluto romántico, rodada en exteriores de un pueblito francés de estudio, al igual que los interiores suntuosos del castillo, los más sórdidos de hoteles o almacenes.
Todo empezó cuando el productor Pandro S. Berman llamó una mañana a Minnelli y le propuso llevar a la pantalla la pieza maestra de Flaubert. “¿Cuándo empezamos?”, le preguntó el por entonces ya exitoso realizador de musicales que acababa de ser separado del proyecto Easter Parade porque el psiquiatra de su mujer –Judy Garland– había aconsejado que no la dirigiera para evitar conflictos. Madame Bovary era una de las novelas favoritas de Vincente quien, según cuenta en su autobiografía, se puso a leer enseguida ensayos de Henry James, Somerset Mahgham, Freud, sobre el libro de marras para darle indicaciones al guionista Robert Ardrey. La idea era cargar un poco las tintas en los momentos eróticos para que los censores tacharan los más audaces. Pero los expertos en el Código Hays suprimieron casi todo, de modo que a Minnelli sólo le quedó extremar el arte de la sugestión. Y posteriormente, en más de una oportunidad lamentó que se hubiera vetado la escena en que Madame, estando con Rodolphe, pasaba la lengua por el interior de una copa después de beberse el licor, situación que estaba insinuada en la novela cuando Emma convida a Charles Bovary con curaçao y ella se sirve tres gotas (que la obligan a lamer el cristal).
Por otra parte, la primera elección de productor y director para el protagónico, la rubia Lana Turner, fue desestimada por la Metro porque su imagen era demasiado sexy. Berman y Minnelli aceptaron a Jennifer Jones (que irónicamente venía de interpretar a la calentona mestiza Perla Chávez en Duelo al sol). El problema con Jones no era tanto ella misma –de hecho su actuación como Emma Bovary fue más que digna– sino su enamorado dueño en la vida real, el productor Selznick, que la cedió a la Metro, pero –según ese estilo intrusivo que había llevado al colmo en Lo que el viento se llevó– volvió locos a los responsables de los rubros técnicos con sus memos rebosantes de indicaciones. En uno de los cuales, por ejemplo, se tomaba unas cuantas líneas para explicar por qué no había que arrancarle ni un solo pelo de sus espesas cejas a Jennifer Jones. Una actriz a la que comenzó a convertir en estrella a partir del momento en que se le apareció la Virgen en La canción de Bernadette (1943), aunque al parecer la morocha de pómulos tan fotogénicos nunca conquistó el cariño del gran público.
No satisfecho con haber colocado a su amada, Selznick propuso a los dos amantes de la señora Bovary: Louis Jourdan, especialista en libertinos tenebrosos onda Carta de una enamorada, para Rodolphe; y Christopher Kent, para Léon Dupuis. También logró que los trajes, maravillosamente irreales, que luce Jones fueran diseñados por Walter Plunkett (que ya había rodeado a Vivien Leigh con esas faldas inmensas sostenidas por miriñaques en Lo que el viento...). Finalmente, las cosas se hicieron al gusto de Minnelli: así, Emma aparece de vaporoso vestido blanco de volados con flores en el escote (como ella se sueña a sí misma), en la escena en que saluda almédico que acaba de atender a su padre, en la modesta granja donde vive. También es de una belleza pictórica el traje amarillo oro y marrón con que recibe a Léon en el desván (para sentarse luego, en la salita, sobre un sofá de tres cuerpos marrón, un tono más oscuro). Y son increíbles la ropa de montar y el sombrero de plumas haciendo juego, el abrigo capa ribeteado que se pone para la huida frustrada. Pero el vestido que rompe todos los moldes es esa especie de nube nívea con que va al baile en el castillo (donde en una escena magistral bailará sin cesar el vals “neurótico” que Minnelli le había pedido al compositor Miklos Rozsa, hasta que, cuando le falta aire, los criados empiezan a romper los vidrios de las ventanas): el pecho atravesado por una rama negra con una golondrina ídem, y sobre el hombro, posados dos oscuros pájaros artificiales. Y ella reflejada en ese espejo barroco junto a sus admiradores antes de que se desvanezca la ilusión.
Madame Bovary se pasa hoy a las 18.25 por TCM.
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