TALK SHOW
› Por Moira Soto
Noche de bienaventuranza la del próximo domingo para fans del melodrama –ese género que con zafio desprecio algunos todavía catalogan “para mujeres”– y particularmente del admirable director Douglas Sirk. Subestimado por la crítica en su momento, respetado por cineastas de la Nouvelle Vague como Godard y Truffaut, venerado por Fassbinder, que lo convocó para que trabajara con él en la Escuela de Cine de Munich, Douglas Sirk (Detlef Sierck, en los papeles), nacido en Hamburgo en 1897, había dejado Alemania en 1937 para proteger a su esposa de origen judío, la actriz Hilde Jary. Seguramente, realizador de Lo que el cielo nos da (1955) y Angeles caídos (1957) –los films que se emitirán pasado mañana– se habría exiliado de todas maneras, tal su rechazo a la ideología y los métodos nazis que ya habían hecho mella en su actividad de director teatral por el tipo de piezas que solía elegir (puso en escena una obra que defendía a Sacco y Vanzetti en 1930 y luego, en 1933, Lago de plata, de Kaiser y Weill), situación que lo había inducido a pasarse al campo cinematográfico.
Tanto en el teatro como en la pantalla, DS aplicó sus amplios conocimientos literarios, filosóficos, sobre historia del arte e incluso la práctica de la pintura. De hecho, estando todavía en Alemania había propuesto a los productores una adaptación de Pylon, de Faulkner, que finalmente realizó en los Estados Unidos bajo el título The Tarnished Angels. En su país, además, ofreció numerosas e innovadoras puestas de clásicos (Schiller, Goethe, Von Kleist, Strindberg, Shakespeare), se relacionó con Brecht, Werfel, Meyerhold.
Ese es el hombre que llega en 1938 a Hollywood y que después de trabajar un tiempo como guionista comienza a dirigir films para varias compañías hasta que finalmente recala en la Universal, donde realizará los magníficos melodramas anunciados, y también Sublime obsesión (1953), Palabras al viento (1956, pasado con frecuencia por Cinecanal Classics) e Imitación de la vida (1958), su última película.
Tanto en Lo que el cielo... como en Angeles..., Sirk trabajó con varios de sus colaboradores habituales en dirección de arte, escenografía, música, pero, como de costumbre, el director impuso esos criterios que conformaban su estilo visual, su manera de generar emociones, su poética tan ligada a la fuerza de los sentimientos y el poder del azar. En ambos films habla de amores con interferencias, de amores aparentemente imposibles. Lo que el cielo nos da (foto) es un ataque sin atenuantes a la hipocresía, la intolerancia, la tilinguería de la clase dominante de un pueblito de Nueva Inglaterra en los ‘50. En este film que cuenta el romance con altibajos de una viuda con hijos adolescentes y un jardinero guapísimo y más joven, Douglas Sirk despliega un discurso ecológico de anticipación, a la vez que incita a la libertad de escuchar los propios deseos, de asumir la propia singularidad, de escuchar la propia música interna. Jane Wyman, la protagonista, incluso toma en su manos un libro de Thoreau y lee en voz alta: “¿Por qué apresurarnos tan desesperadamente por triunfar?”.
Todavía menos difundida, es un acontecimiento que se pase Angeles caídos, reescritura de Faulkner para poner en escena las tensiones eróticas y emocionales de un triángulo que se vuelve un cuadrilátero: la bellísima Dorothy Malone, con su mejor cara de reventada, ama desesperadamente a su marido Robert Snack –con su mejor cara de loco–, quien solo parece tener pasión por los aviones (ex héroe de la Segunda Guerra, ahora hace vida de gitano y participa en shows aéreos). A su vez, Richard Carson, mecánico del aviador al que admira y detesta, está enamorado desde hace años de Dorothy. El trío, con el niño del matrimonio, llega a Nueva Orleáns para la celebración del Mardi Gras. El periodista Rock Hudson, saturado de alcohol y tabaco, les da alojamiento en su modesto departamento. Y en la alta noche, cuando vuelve del periódico y del bar, el aviador y el mecánico reposan en la cama doble, el chico duerme en el suelo y Dorothy, que ya flechó a Rock, lee Mi Antonia, de Willa Cather, un libro que había empezado a leer hace doce años, antes de irse de su casa en la estela de Robert. Desde la cama, el mecánico, un ojo abierto, escucha inquieto las confesiones de la mujer. No pasa nada, ni un beso, pero la atmósfera se vuelve irrespirable. Este es apenas el comienzo de esta historia de amores encadenados en medio del fárrago del carnaval, de la Gran Depresión.
Lo que el cielo nos da, el domingo a las 22, a continuación Angeles caídos, por Cinecanal Classics.
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