TALK SHOW
› Por Moira Soto
De la forma más imprevista y creativa, el teatro ha vuelto a la Costanera Sur, en un espacio no convencional que deviene –merced a la intervención del Grupo Gen-T, durante la representación de la obra La Munich– en múltiple escenario, en fantástica escenografía, ya que se trata del local de la antigua Cervecería Munich. Un edificio felizmente salvado del naufragio al que estuvo condenado, que diseñó y construyó el fecundo y talentoso arquitecto húngaro Andrés Kálnay, llegado a Buenos Aires en 1920. Precisamente en la Costanera Sur, de los años ‘20 a los ‘40, en restaurantes y confiterías no faltaban tablados donde actuaban artistas de variedades, entre los cuales, los juveniles Pepe Marrone y Gogo Andreu.
Después de apreciar desde afuera los perfiles de la construcción, rebosante de balcones semicirculares, vitrales de marco art déco, miradores, columnas y figuras escultóricas que parecen escapadas de viejos libros infantiles (en realidad ligadas a la mitología cervecera), el público que esperaba en esa zona vecina a la Fuente de Lola Mora y a la Reserva Ecológica, escucha unos disparos y ve llegar a un ciclista conde impermeable antes de que se abran las puertas principales del lugar. Ya implicados/as hasta cierto punto en esa ficción que empieza a desarrollarse dentro del amplio hall de suntuosa escalera, cuya baranda parece estar hecha de sombras chinescas y donde los vitrales revelan los colores de sus imágenes, los/as espectadores/as que acudieron a ver esta pieza del dramaturgo y director Julián Calviño (El secreto de la torre), se enteran de que forman parte de un grupo de inmigrantes recién bajados del barco que los trajo a estas playas (unos años después, ex playas) y que se albergarán en el hostal La Munich. Son, somos inmigrantes de diversos orígenes, como corresponde al lugar donde ocurren los hechos, Buenos Aires, capital de un país llamado la Argentina.
Esa impresionante escenografía (que, a su vez, suma y cruza escuelas y tendencias de distintas latitudes europeas, con un toque churrigueresco y cierta apertura a la modernidad) fue creada, entonces, por Andrés Kálnay, una especie de Gaudí en cuanto a productividad y activa participación en cada una de sus obras. Diseñador, entre otros muchos edificios, de las oficinas de Crítica, Kalnáy, también pintor, se ocupaba de la decoración integral, de la ornamentación, mobiliario y equipamientos. En Crítica jugó con imágenes del calendario azteca orientados según el Zodíaco y en la fabulosa Munich (1927), dibujó hasta el último vitral de moderna –para esas fechas– impronta déco, así como los preciosos mosaicos que atraen a niños y niñas asistentes que se tiran al piso para verlos mejor. Porque lógicamente, si el público-huésped está compuesto por inmigrantes recién llegados, hay también presentes grupitos familiares...
Hacía mucho, muchísimo calor el domingo pasado, incluso al caer la noche. Los programas de mano y algunos ventiladores apenas daban algún respiro, pero la pequeña corriente inmigratoria (el cupo es de alrededor de 60 personas) siguió atentamente de cerca las circunstancias dramáticas, patéticas, románticas, tragicómicas de esta familia de varios primos y una prima, cuyas historias personales en una época imprecisa –a partir del final de los ’20– aluden, sugieren, reflejan, hechos históricos, hablan de la dificultad de entablar un diálogo conducente, de poner el hombro, de sacarse la careta de la hipocresía. Todo ello gracias a un texto bien escrito, con un vocabulario rico de ecos literarios, pero sin la menor pompa, con guiños humorísticos, anche respecto de la propia representación (“hemos entrenado sin pausa para esta ocasión, hoy finaliza el tormento y comienza el placer”, dice la prima). En una escena desopilante, aparece una especie de indígena, alter ego o reverso de Alcides, que habla una lengua misteriosa que Hermes “traduce” con su magneto decodificadora. Un delirio casi total, que no excluye la idea de utopía.
Aída –la excelente Natalia Salmoral, rodeada de un valioso elenco– es un personaje clave en este mundo masculino, proclama que no está dispuesta a aceptar un “papel limitado” porque aspira al “genuino poder”. Ella cita las normas de Carlos Noel –¿su padre?– el intendente que abrió el balneario porteño e impuso severas normas en los ‘20 (varones y mujeres se debían bañar por separado) antes de llevar al público por el “pasillo melancólico” donde “crepita el paso”. Acusada por su primo Alter de putarraca, Aída, cual personaje arltiano, propone cerrar el hostal y “fundar un burdel, una cadena de burdeles, una revolución constante”.
La Munich, en el Centro de Museos de Buenos Aires, avenida de los Italianos 851, Puerto Madero, sábados y domingos a las 20,30, entrada a la gorra y una cerveza helada al promediar la función, hasta el 11 de marzo.
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