TALK SHOW
› Por Moira Soto
¿Qué se le está vendiendo realmente a las mujeres cuando se promociona un producto de belleza, es decir, un cosmético cualquiera? Este es uno de los puntos que intenta despejar el documental sobre el maquillaje que se pasó por la señal de cable A&E en uno de esos programas llamados Especiales que no se anuncian en la revista y que se pueden atrapar en un zapping trasnochado, en la madrugada del domingo, por ejemplo. Previsiblemente, la respuesta a esa pregunta es, en general y desde que surgió la industria a fines del XIX: quimeras, ilusiones, fantasías, novelerías. Aunque hacia el cierre del film, las conclusiones de Naomi Wolf (El mito de la belleza) ponen las cosas en un lugar más sensato y real.
A lo cargo de este doc, que emplea testimonios de diversas personalidades y excelente material de archivo para recorrer la ruta de los productos “de belleza”, surge la evidencia de que cuando aún no había casi publicidad ni venta en las tiendas de cremas “mejoradoras”, ya las mujeres las compraban por correo, un poco a escondidas. Así fue que en 1877, un ama de casa de Saint-Louis fue a parar al hospital con los brazos paralizados. Ante las preguntas de los médicos, negó haber estado en contacto con plomo, pero cuando su estado empeoró, reconoció que había usado cantidades de Florecimiento de Juventud, un aclarador facial que contenía plomo. Unos meses después, esta mujer murió. En esas fechas, empero, las mujeres podían agenciarse de preparados para la piel, pero no se pintaban porque se consideraba una costumbre poco respetable, propia de prostitutas o de actrices de teatro. En todo caso, las damas de clase alta se ponían un poco de pomada en los labios (precursora del rouge), una sospecha de colorete en sus mejillas.
“Si la única oportunidad que te ofrecía la vida era conseguir marido, preferentemente con dinero, no es de sorprender que las mujeres estuvieran dispuestas a correr riesgos para embellecerse”, comenta Wolf. Además del peligro de envenenamiento, había que sufrir: en el documental se ven dibujos, fotos e imágenes filmadas de las primeras décadas del XX, con mujeres portando aparatos increíbles en la cara para corregir defectos. Wolf recuerda que si bien ya nadie cree en la efectividad de esos correctores surrealistas, todavía hoy las mujeres siguen recurriendo a métodos dolorosos, como la cera caliente para depilarse. La afronorteamericana Leila Bundees, autora de una biografía sobre la pionera de la cosmética Madam CJ Walter, cita entre sus primeros recuerdos de niñita de larga y espesa cabellera, a su madre desenredándole pelo trabajosamente y confortando sus ayes de dolor: “Pero, mi amor, vas a estar más linda cuando termine”. Por su lado, John Epperson, artista drag queen, dice que “el método más loco del que he sabido es el que usaba Marlene Dietrich: se pinchaba alfileres entre el pelo para que la piel se le estirara ‘naturalmente’ hacia atrás”.
En 1895 aparecen en Estados Unidos las primeras firmas chicas locales de cosméticos, una industria impulsada en sus inicios principalmente por las mujeres. Aunque obviamente las inmigrantes Elizabeth Arden y Helena Rubinstein dejaron una impronta perdurable, primero hay que mencionar a la sorprendente Madam Walter, una negra nacida en 1867 en una plantación donde sus padres habían sido esclavos. Pobre, casi sin educación, sólo sabiendo lavar la ropa y colectar algodón, hacia 1905 se lanzó a fabricar una loción capilar –Wonderful Hair Grower– para gente de su comunidad. Una pionera en todo sentido, porque no existían productos específicos para negros y negras. Madam Walter cruzó el país en su Ford T, de puerta en puerta, ofreciendo sus preparados, cada vez más variados. A la vez, a medida que crecía su negocio, creó muchas oportunidades de trabajo para las mujeres que vendían o trabajaban en sus salones. Negras que cobraban 1,50 la hora como parteras o lavanderas pasaron a ganar 1, 30, 100 dólares semanales. “Fue una revolución para las mujeres de su etnia; ella logró la integración en forma vertical”, dice su biógrafa. “Lejos de los aclaradores de piel, Walker dijo: quiero que mi gente se sienta orgullosa de su apariencia”.
Poco después, Arden y Rubinstein tomaron por asalto la 5ª Avenida en Manhattan, se volvieron enconadas rivales. La primera más cerca de la elite social, la segunda con la idea democrática de que la belleza podía estar al alcance de todo el mundo. Las respectivas empresas prosperaron y el cine contribuyó al auge del naciente maquillaje. Ahí es cuando aparece un tal Max Factor, ruso fabricante de pelucas, que se vuelve el favorito de las estrellas y los estudios. El tipo que supo rediseñar rostros como el de Jean Harlow sacó partido de sus conexiones usando a figuras en sus avisos. Inventó el pan-cake en 1937 y poco después el rouge indeleble. Paradójicamente, en los ’20 y ’30, el maquillaje se convierte –junto con el pelo corto y la ropa cómoda, sin corsé– en símbolo de la emancipación, de entrada al mercado laboral. Los aires independentistas se acentúan durante la Segunda Guerra, con maridos en el frente, pero se retrocede en la posguerra, con las mujeres de vuelta en casa, con muchos electrodomésticos. Justo en los ’50 irrumpe Charles Revlon, creador de la empresa Revlon, resuelto a pintar a las mujeres desde las uñas, con lápices labiales al tono, y lanza la línea Fire and Ice.
Actualmente, con un negocio que vende más de 40 mil millones al año (el doc es de 2003), mientras prosigue la discusión sobre la subordinación a la moda, dice Naomi Wolf: “Creo que nos sentiremos más libres si los productos son considerados sólo como lo que son, sin que nos vendan otras cosas: un lápiz labial es nada más que un lápiz labial. Siendo así, no veo la razón para que un hombre o una mujer no puedan disfrutar arreglándose, si eso es lo que desean”.
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