TALK SHOW
› Por Moira Soto
En algún lugar de la Mesopotamia argentina –segunda mitad del siglo XIX, guerra contra el Paraguay, tienda de campaña–, Otelo rebrota celoso en la concisa e intensa versión de Andrés Bazzalo (responsable de la dramaturgia, la puesta, las luces). En Escrito en el barro, Otelo, el moro de Venecia, se llama Sosa y es un morocho criollo con habilidades militares, tan sensible al chupamedismo manipulador y tan crédulo frente a la maledicencia retorcida de Santiago (Yago) como el personaje de la obra maestra de Shakespeare. Bazzalo sigue en líneas generales el curso de los acontecimientos de esa pieza escrita hace cuatro siglos, lección definitiva sobre los celos, “ese monstruo que se engendra y nace de sí mismo”. “Uno de los extraordinarios tormentos del amor”, según Jeanne Moreau. Un sufrimiento que se multiplica por cuatro, según Roland Barthes, “porque estoy celoso, porque me reprocho el estarlo, porque temo que mis celos hieran al otro, porque me dejo someter por una nadería”.
En el cine, Otelo inspiró diversas versiones desde la descacharrante de Orson Welles a la muy aggiornada de Tim Blake Nelson (O, 2001), sin que se perdiera la oportunidad un Laurence Olivier tiznado (1965) y sin que faltara un negro de verdad, como Laurence Fishburne (1995). En el cable se puede ver cíclicamente una realización cuadrada y sobrecargada de la hermosa ópera de Verdi, firmada por Franco Zeffirelli, con Plácido Domingo y Katia Ricciarelli (por estos días en Buenos Aires). Pero en esto de aplicar los celos como motor altamente dramático, con aceleraciones conducentes a la locura, hay que citar dos piezas cinematográficas descollantes, cuyos protagonistas (¡siempre masculinos!) son parientes carnales del moro de Venecia: El (1953), de Luis Buñuel, sobre un caballero maduro, adinerado, católico, virgen, que se revela un celoso radical, extremista, en su noche de bodas, una obsesión que lo domina peligrosamente, y El infierno (1994), de Claude Chabrol, protagonizada por un pequeño burgués provinciano cada vez más enajenado por la presunción de que su mujer lo engaña. Una espiral sin salida en la que se ingresa desde la cabeza del paranoico, experimentando su desconfianza hacia esa preciosa chica, quizás no tan inocente y cándida como Desdémona.
En la muy recomendable versión de Bazzalo, la joven rubia veneciana hija de un senador, se convierte en Mariana, una joven “de la sociedad” que se enamora del guerrero (“aventurero, cuyo origen se ignora”, dice Santiago), se casa con él sin la venia paterna y –al igual que Desdémona a Otelo cuando éste parte a Chipre– lo sigue a su puesto de combate. En ese ámbito, un escenario desnudo, salvo dos tarimas y algunas sillas a los costados como punto de apoyo, se desencadena escena a escena (son 18) el drama terrible de los celos infundados, inducidos, atizados por Santiago, el teniente resentido que esperaba un ascenso pero fue sustituido por Miguel (Casio). Como en Shakespeare, Santiago pone en marcha los mecanismos de la sospecha empleando arteramente la insinuación, la tergiversación, la mentira, siempre haciendo gala de una pretendida lealtad. El demonio de los celos se va apoderando de Sosa, que cree y no cree, que progresivamente pierde la paz, el sueño, la felicidad sin que Marina termine de entender –antes de morir estrangulada– de qué se la acusa, en qué erró.
Porque como otras víctimas del maltrato, de la violencia de género, Mariana se pregunta cuál es su falta, qué hizo para provocar esa reacción brutal de su amado, esas acusaciones sin asidero. Más aun, frente a la crítica de Emilia –mujer de Santiago que la acompaña y asiste–, Mariana retruca, casi como Desdémona: “Lo veo sufrir por mi causa. Estoy dispuesta a amar hasta sus celos y su furia. Hasta su injusticia y su desprecio”. Mientras que Emilia, la voz de la sensatez, con los pies sobre la tierra, razona sobre los hombres necios que acusan a la mujer luego de someterlas a distintas violencias (“nos encierran, nos golpean”), y también –como en la pieza original, aunque más pícara y atrevida– reivindica ciertos derechos de las mujeres (“sabemos mirar, tocar y saborear... ¿no tenemos apetitos, pasiones o flaquezas igual que ellos?”).
Uno de los aportes más interesantes de esta relectura es el foco que se abre sobre la ambigüedad sexual del maligno Santiago, en realidad celoso de Miguel con quien mantiene una lucha amistosa cuerpo a cuerpo, semidesnudos. Miguel, quinto vértice de este quinteto que –además de Sosa, Mariana y Santiago– incluye a Rodrigo, el ex pretendiente aún enamorado de la joven, alentado por el intrigante que le promete que la va a tener en sus brazos. Pero el caso es que Miguel fue el doble de Sosa en el cortejo de Mariana para evitar el enojo del padre de ella, actuó como el embajador. Ciertamente, el cínico Santiago tiene con qué tejer su venenosa telaraña, algo que hace desde el despecho, la misoginia, el racismo. Daniel Dibiase se hace odiar con nobles recursos en el rol del intrigante, al frente de un elenco muy afinado integrado por Jorge Prado, Joaquín Berthold, Heidi Fauth, Emiliano Samar y –una Emilia memorable– Adriana Dicaprio.
Escrito en el barro, los viernes y sábados
a las 21 a $ 15 y $ 10, en El Grito,
Costa Rica 5459, 154 989-2620
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