TALK SHOW
› Por Moira Soto
Liz Taylor habrá tenido más diamantes, pero Lana Turner coleccionó mayor número de maridos (y seguramente se llevó a su dormitorio, decorado en diversos tono de rosa, más amantes que la diva de los ojos violeta). Y en cuanto a escándalos, hay que decir que Taylor protagonizó —entre otros— el episodio del robo alevoso de Eddie Fisher, esposo de su amiga Debbie Reynolds (en momentos en que la parejita ideal de Hollywood la consolaba por la reciente muerte de su esposo Mike Todd), por no hablar de la traqueotomía que la hizo ganarse un Oscar o del romance tempestuoso e intermitente con Richard Burton (el mejor proveedor de diamantes). Sin embargo, nada equiparable a que tu hija de 14 (la de Lana, of course) mate a tu amante, gangster de cuarta, de una cuchillada en la panza (ensangrentando el propio cuarto rosa). Cosa que efectivamente le aconteció a la ex reina de la Metro a los 38, en 1958, y que contribuyó a reverdecer su estrellato, un tanto fané a esa altura de la soirée.
Hija dilecta del star system, rediseñada y moldeada por el departamento correspondiente del estudio después de haber sido descubierta sorbiendo un refresco en un drugstore cualquiera de Sunset Blv., a Lana Tuner (1920-1995), le fueron encontrando a través de los años el estilo de rubia champán sexy muy producida y posada, de ser posible con trajes suntuosos, alhajada, sus hombros acariciados por visones blancos...
Cuando entró en la Metro, a los 17, era una chica adocenada de cachetes redondos, pelo castaño sin vida, mirada opaca, pecho floreciente. Pero el cazatalentos que vio en ella el potencial de una estrella no se equivocó: más allá de la ardua labor de maquilladores, peluqueros, depiladores, diseñadores de ropa, fotógrafos, sabido es que estrella se nace. Chicas más lindas, más refinadas, más inteligentes que Lana quedaron por el camino porque el público no las aprobó. Paralelamente, otras, extranjeras, de belleza personal y talento cierto como Greta Garbo o Ingrid Bergman, fueron bendecidas y reverenciadas. La madera de estrella es un misterio que puede persistir en el tiempo (a nosotros/s nos tocaron, ay, Mirtha Legrand y Susana Giménez para demostrarlo) y no siempre se conjuga con la calidad interpretativa.
Bueno, allá en Tinseltown, Lana pasó por la Metro y se ganó el título de sweater girl (gracias a prendas dos talles menores, a esos corpiños con forma de cucuruchos y a sus propias lolas), de ahí recaló en la Warner donde no la consideraron digna de sus filas, volvió a la Metro y ahí empezó a tranformarse en la platinada glamorosa, heredera de Jean Harlow, aunque un pelín menos ordinaria y bestial. Fue aprendiendo obedientemente a hablar, a caminar, a coquetear con la cámara. Se codeó —es un decir— con Mickey Rooney, Spencer Tracy, Clark Gable, Robert Taylor, Van Johnson, hasta que a los 26 le llegó la oportunidad del cartero que siempre llama dos veces.
En un escenario suburbano, realista, sórdido, irrumpía ella en el cenit de su fascinación prefabricada. Apoyándose en el marco de la puerta, literalmente de punta en blanco, pantaloncitos cortos y blusa breve —casi un dos piezas—, zapatos de tacones bien de los ‘40, la pintura fresca ¡y un turbante en el pelo! Una femme fatale del noir pero todo el tiempo en blanc, como para aliviar tanta inmoralidad y encandilar mejor a John Garfield. Perrísima Cora, ama de casa insatisfecha y aburrida cual Bovary norteamericana del siglo 20, pero capaz de conseguir el dinero usando métodos más cruentos.
Aunque después hizo de buena, de mala y de regular, nunca —ni siquiera como la Milady De Winter de Los tres mosqueteros (1948)— volvió a ser una villana tan espectacular, tan absurdamente sofisticada dentro de su vulgaridad nata, tan rutilantemente perversa. Sin duda, entre marido y marido, amores inalcanzables como Tyrone Power, amantes de toda laya (incluidos gigolós), Lana Turner tuvo en la pantalla una galería variopinta de personajes aderezados y servidos para su lucimiento, desde una nueva versión del musical La viuda alegre (1952) con el argentino Fernando Lamas —affaire de por medio, claro que sí— hasta la sacerdotisa babilónica de El hijo pródigo (1955). Como actriz, rindió plenamente en manos de grandes como Vincente Minnelli (Cautivos del mal, 1953) y Douglas Sirk (Imitación de la vida, 1959). Icono gay, no es de sorprender que en 1981 Rainer Fassbinder manifestara interés en filmar con Turner, ya cumplidos los 60 y fuera de circulación. Pero ella se dio el lujo de pedir demasiada plata y lamentablemente no pudo ser.
La viuda alegre se pasa el próximo miércoles 16 a las 14 por TCM.
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