TALK SHOW
algo nuevo lejos del sol
› Por Moira Soto
Subestimada por refranes prejuiciosos, la ceguera, sin embargo, puede dar acceso a otras formas de conocimiento que obviamente no pasan por la vista: tanto se despabilan los otros sentidos que las/os no videntes se pueden volver clarividentes desarrollando exactitud, lucidez, fineza de percepción. Aunque, claro, sin alcanzar las dotes adivinatorias de un Tiresias cuya ceguera, según la mitología griega, tuvo que ver con una de las disputas del conflictivo matrimonio compuesto por Hera y Zeus. El debate que nos interesa fue acerca de cuál de los dos sexos gozaba más con los transportes amorosos. Consultado Tiresias, que sabía de qué iba a hablar porque había sido mujer durante siete años, afirmó sin titubeos que el placer sexual se componía de diez partes, y que nueve le correspondían a la mujer. En vez de jactarse, Hera se enfureció porque su secreto había sido revelado y dejó ciego a Tiresias. Pero lo compensó con el don de la profecía que él aplicó precisamente para advertir a Edipo sobre el incesto involuntario que estaba cometiendo, comprometida situación que llevó a perforarse los ojos al rey de Tebas.
Ojos que no ven, sentidos que se despiertan, mente y corazón que captan otras cosas, podría decirse. En el cine, más allá de la magnífica versión de Edipo Rey de Pasolini, la ceguera ha dado pie a éxitos como Perfume de mujer (versión con Vittorio Gassman, y reversión a cargo de Al Pacino), a melodramas extraordinarios de Douglas Sirk (Sublime obsesión), a thrillers tan angustiantes como Espera la oscuridad y Terror ciego (con, respectivamente, las juveniles Audrey Hepburn y Mia Farrow, ciegas no tan frágiles perseguidas por sádicos criminales). Pero acaso la reflexión más interesante sobre la ceguera desde la pantalla sea La prueba (1992), cuyo protagonista ciego –Hugo Weaving– tomaba azarosas fotos que luego un amigo le describía.
Ciertamente, sería imposible que el cine ofreciese una experiencia semejante a la que realiza en estos momentos en Buenos Aires el Grupo Ojcuro, con dirección de José Menchaca, en una sala teatral. Porque lo que ocurre en las funciones de La isla desierta, de Roberto Arlt, es que de movida, las/os espectadoras/es se convierten en ciegas/os temporarias/os al ingresar directamente a un ámbito en tinieblas. Entonces, deben confiar, dejarse guiar por actores que luego interpretarán la pieza, siempre a oscuras. En verdad, que la mayoría de las actrices y actores están privados de la vista, no es lo novedoso o relevante (de hecho, hay otros intérpretes locales en esas condiciones): el hallazgo de esta puesta que rescata un sugestivo texto arltiano de 1937, es que se le concede al público la oportunidad de disfrutar de la ceguera aguzando el oído, el olfato, el tacto (no, nadie te toca, pero te refresca el viento y te salpica levemente el agua del mar). La pieza, al igual que 300 millones, del mismo autor, se despliega en dos planos, el real y el imaginario, para contar las frustraciones de un grupo de rutinarias/os oficinistas que, incitados por las sirenas del cercano puerto y por el cafetero Cipriano, se largan a soñar con territorios míticos, exóticos donde se conjugan la libertad, el placer y la aventura.
La isla desierta va los viernes a las 22.30 y 0.30, y los sábados a las 20.30 y 22.30, en Fundación Konex, Córdoba 1235, a $ 15, con descuentos a jubilados y estudiantes. Reservas al 813-1100/0500.