TALK SHOW
Té para todas
› Por Moira Soto
Si el humor es la mejor medicina, ya podemos empezar a curarnos –de tomarnos en serio, por ejemplo– bebiendo el Té negro que sirven –es un decir– Vivian El Jaber y Mónica Gazpio, los sábados a las 21 en El Taller del Angel (Mario Bravo 1239, $ 5). No se trata de la infusión preparada con las hojas de este arbusto de origen chino, de la familia de las teáceas, de flores blancas, perfumadas y axilares, ni de ninguna otra tisana de esas que se multiplican en la góndola del supermercado, en negocios naturistas y farmacias. Lo que ofrecen estas dos actrices y autoras no se prepara con agua caliente a punto de ebullición, aunque ellas, con afán disolvente, extraen de ciertos mitos, leyendas y normativas de la feminidad sus partes solubles y consiguen una suerte de extracto estilizado, despiadado y –como el título lo indica– bien negro. Disolventes pero nada desleídas, El Jaber y Gazpio brindan una saludable decocción de lo que largo tiempo se ha pretendido que debía ser una buena novia, una buena esposa, una buena madre...
Como corresponde, este Té negro no lleva azúcar, por lo que trasfunde cierta amargura en el fondo de la taza –en sus varias acepciones–, pero ninguna autoconmiseración, por suerte. Se ve que ellas se ríen para no llorar (motivos para verter ríos de lágrimas no les faltarían) y así hacen llorar de risa a las espectadoras que, como siempre, más que siempre, son mayoría en la sala.
“Denme una máscara y les diré la verdad”, apuntaba Oscar Wilde. Mónica y Vivian se maquillan mucho los ojos, se ponen una extravagante peluca de plumitas –o algo por el estilo– fucsia, una malla enteriza blanca con evidentes rellenos en el pecho y las nalgas, algunas plumitas haciendo juego en la entrepierna y, hala, a patear mitos y tabúes en el país de Maitena, Las Gambas al Ajillo, Gabriela Acher y otras provocadoras (pese a que Alfredo Casero, en una reciente nota de Radar, reconocía –en nivel mundial– apenas a dos humoristas mujeres, la gran Niní y la superpayasa Lucille Ball, olvidándose de su propia deuda con otra grande, Juana Molina...).
“Cinco siglos antes de Cristo, numerosas criaturas habitaban el fondo del mar: tritones, delfines, mojarritas, Ricardo Bauleo...” Así empiezan a relatar estas lunáticas la invención de la novia que, aseguran ellas, desciende en línea directa de la sirena. Pura como el mendicrim light, la novia ha sido educada desde pequeña para seducir, regar las flores, depilarse, ser siempre agradable, oler lindo... y arrastrar la cola (que heredó de la sirena) en esa ceremonia de la boda que es acompañada con una canción tragicómica (“Mi cuerpo se viste/ mi cara se pinta/ y van sin mí./ Siguiendo campanas/ de marcha nupcial/ avanzo y me hundo”).
Una vez casada, la mujer debe considerarse feliz (“Lo conseguí: un apellido, con la libreta del civil”), aunque aparezcan las sombras del nuevo estado (olor a bife en el pelo, vellos que crecen, quedarse sin tiempo). Las cosas no van mejor en el terreno sexual: “El éxtasis llegó: él me abofeteó, un dedito me quebró, un aborto provocó”. Lo que no quita que la maltratada siga con su actuación: “Jadeo uno, jadeo dos... Lo conseguí, puedo fingir”, si bien con fantasías de matar, cocinar, comer y defecar al causante de esas penurias.
Sin embargo, aún quedan chicas dispuestas a tener hijos cueste lo que cueste: en un match se enfrentan dos de ellas, una “vacía de fibromas”, lista para competir por el título mundial de fertilización asistida; la otra, primípara añosa, por estimulación hormonal de óvulos. Y todavía falta el sketch del embarazo con sus molestias (que se disimulan porque, como reza el estribillo cantado, “la madre es sagrada”), el nacimiento, la lactancia con un bebé voraz “que te chupa toda” y ese llanto imparable del niñito que sólo se detiene para cobrar nuevos bríos y aullar más alto todavía...
Mordaz, mordiente, desafiante, el humor de Té negro no se aligera nunca, aunque al final parece que hay una lucecita –nada que ver con Víctor Sueyro– después de tocar todos los fondos.