TALK SHOW
Guarden los pañuelos
› Por Moira Soto
Sobre las huellas punzantes de Ramón Gómez de la Serna, el lema de la muy recomendable serie “Six Feet Under” (“Seis pies bajo tierra”) podría ser: mejor morir enterados de lo que nos tocó vivir. Porque Alan Ball, el guionista y realizador de la producción que este año culminó su tercera temporada en los EE.UU., desde el primer capítulo –visto el domingo pasado por Warner Channel, a las 21.30– se lanzó a exhumar las más crudas y duras verdades que malamente encubrían los miembros de una familia de Los Angeles. Lo de exhumar es para estar a tono con la empresa de pompas fúnebres que maneja ese grupo más que disfuncional: Fisher & Sons se dedica a recauchutar finadas/os, es decir, a maquillar, vestir, velar, portar al cementerio y poner seis pies bajo el nivel del suelo a vecinas/os que han estirado la pata. Todo con un humor negro desconsiderado que evoca, en un registro levemente más realista, a aquella brillante joyita de Tony Richardson, “Los seres queridos” (“The Loved One”, 1965), inspirada en una novela de Evelyn Waugh, que se cebaba con la muy norteamericana industria de la muerte.
En otros tiempos de amargas victorias, damas, camelias y otras love stories, si bien a veces el cielo podía esperar, la muerte en la pantalla exigía un pañuelo –o dos– en la cartera de la dama (los caballeros se tragaban las lágrimas). Pero después llegó una época descafeinada y endulzada de fantasmas de amor, en que irse al otro barrio no exigía un duelo de verdad. Salvo alguna excepción, como Tierra de sombras (1993), que se arrimaba con delicadeza a los misterios del dolor y la muerte, sin comerciar con el llanto fácil, se multiplicaron las películas onda Quédate a mi lado (1998) en las que exhalar el último suspiro –cáncer mediante– era casi una grata y feliz culminación. “¿Adónde fue a parar el dolor?”, se preguntaba con razón David Ansen en Newsweek. “Alguien ha sacado a la Muerte de los films sobre la muerte.”
Desde la primera entrega, “Six Feet Under” demostró que porque se tomaba la muerte –y otros tabúes, modos y modas– en serio, podía hacer ese humor seco, terrible, sin atenuantes (dialoguito en un velorio entre David, uno de los funebreros, y un anciano cliente –vivo– que acompaña a su esposa –muerta–: “Qué buen trabajo, se ve tranquila”, comenta el viejo. “Está en paz ahora”, le asegura David. “Si hay justicia en el universo, el infierno será su hogar”, retruca el cliente con inocultable amargura).
Hacían falta altas dosis de ese humor negro como antídoto para el espanto con que se encuentra el protagonista Nate Fisher al venir a pasar las navidades con su familia, a la que abandonó hace años por motivos obvios. Ya en el aeropuerto se entera de que su padre acaba de morir probando una nueva carroza (“prefiero que se compre un coche nuevo a que me deje por otra más joven, o de mi edad, o por un hombre, como el marido de mi prima”, declaró un rato antes del accidente su adúltera mujer Ruth). En la morgue, su hermana menor –a la que apenas conoce– le pide ayuda porque está muy drogada (“¿Crack?” “No, cristal”), mientras que su fruncido hermano David le echa en cara su prescindencia, al tiempo que trata de disimular su relación con un policía negro de lo más comprensivo (“mi madre conoció a su amante en la iglesia”, gimotea David. “Igual que nosotros”, le recuerda el cana).
Las apariencias engañan, pero no a Alan Ball, que se concentra en desmontarlas minuciosamente, con el aceitado respaldo de un elenco que encabeza la magnífica Frances Conroy (en la foto, ya abuela en la terceratemporada). Para mejor, la serie viene con su propia tanda, unos cortos publicitarios que satirizan los productos de cosmética, momificación, ritos de sepelio...