TALK SHOW
irse muriendo
› Por Moira Soto
Una de las máximas representantes del genio femenino, Isabel I de Inglaterra, figura con exuberancia de méritos entre los/as más grandes reyes y/o reinas que en el mundo han sido. Sin terapia de apoyo alguna, la hija de Enrique VIII –papá corazón (de Barba Azul)– superó la muerte de su madre Ana Bolena en el cadalso, ocurrida cuando la niña tenía 3 añitos; ser declarada ilegítima por su propio progenitor (los derechos sucesorios se los devolvieron a los 11); el torpe reinado de Eduardo VI y luego, ya adolescente, el fundamentalismo de María Tudor, la reina católica con merecido apodo de cóctel (Bloody Mary) que la antecedió... Desde joven, sedienta de conocimientos, no sólo aprendió idiomas muy diversos (llegó a traducir a Eurípides, a Horacio) sino que se abocó a la filosofía, la historia de las religiones, los tratados de política. De modo que cuando se instaló en el trono a los 25, con su pelo rojo, los labios finos y esa blanca palidez que acentuó con afeites en los últimos años, Isabel era una chica preparadísima en todo sentido.
Durante 45 años, la reina que eligió la etiqueta de “virgen” en su epitafio, demostró una carácter duro como el diamante, un talento político extraordinario, una eficacia infrecuente para llevar a la práctica sus decisiones en materia de finanzas, comercio, industria, supremacía marítima, artes y letras... Y fue una pionera en esto de forjarse una imagen y cultivarla con coherencia y perseverancia. Además, con esa disposición abarcadora que fue su marca, influyó sobre la moda (dejó varios centenares de lujosos trajes al morir, con y sin gorguera, siempre guarnecidos) y la gastronomía: promotora del “compre nacional”, puso altas tasas a los productos importados y defendió en sus convites las bondades del roast beef con pudding, el cordero con salsa de menta, la torta Dundee, de frutas confitadas y almendras...
Este es el complejo, riquísimo, excepcional personaje que aborda Monólogos de la reina, pieza de la inglesa Susana Walters que protagoniza majestuosamente María Comesaña (foto) con esplendoroso atavío de Mini Zucheri, bajo la precisa dirección de Alejandro Ulloa. La soberana tiene 69 años, se sabe a un paso de la muerte, y en la intimidad de su tocador divaga, se va por las ramas, afloran ecos del pasado. Su mejores hombres han muerto (el primer ministro William Cecil) o los ha hecho matar (el guapo y juvenil Conde de Essex). Dolida, pícara, misógina, con la autoestima siempre arriba, Isabel nunca se desmarca de ese formidable animal político que fue, nunca deja de sacarle lustre a su imagen, de pregonar el amor recíproco con su pueblo. Como ella dice: “Mi corona no se resbala de mi cabeza”, ni siquiera esperando la muerte entre bellas canciones de la época.
Hay otra mujer, sin cartas de nobleza, de estos tiempos, joven, devastada por la enfermedad, que se rebela, se resigna, se observa ante la cercanía de la muerte. Ella se resiste a dormirse, proclama la traición de su sangre, sus músculos, sus huesos, cuenta las respiraciones que le quedan, en tanto que un joven, El contratado, que da título a esta perturbadora pieza, la acompaña, le lee distintos textos, trata de entablar un diálogo imposible. Fabiana Mozota e Ignacio Rodríguez de Anca interpretan con propiedad a la enferma terminal y a su entretenedor. La dramaturgia y la neta puesta en escena son de Claudio Quinteros (el impagable Andrés de “Resistiré”).