Vie 23.04.2010
las12

Infierno y Paraíso

Hace menos de un siglo, el desierto que hoy es Kuwait era el hogar de tribus nómades que vivían del comercio marítimo y de bucear en busca de perlas. Hoy, más de 50 años después de encontrar una de las reservas de petróleo más importantes del mundo, el país creado por los ingleses en una superficie menor a la de la provincia de Tucumán es un paraíso cuasi socialista, aunque más no sea para unos pocos.

Sólo un tercio de la población es kuwaití, el resto son inmigrantes asiáticos y árabes. Todos gozan de un país sin impuestos, con servicios públicos, una canasta básica y la nafta subsidiados. Pero los primeros, los ciudadanos, también gozan de salud y educación totalmente gratuitas, oportunidades laborales con muy buenos sueldos y pocas horas en el Estado, un subsidio de desempleo mensual que equivale a un salario mínimo –unos 1500 dólares– y préstamos sin interés (la usura está penada en el Corán) para empezar a construir una casa después de casarse. Según la definición local, un kuwaití pobre es el que sólo puede costear a dos empleados domésticos.

Esa es una realidad. La otra es la de los inmigrantes, los llamados expatriados. No son ciudadanos, ni pueden nacionalizarse. Mientras los kuwaitíes ocupan la mayoría de los cargos y puestos del Estado (el 90 por ciento del presupuesto nacional se gasta en salarios), los inmigrantes hacen todo el resto: manejan taxis, colectivos, atienden los negocios, limpian los hoteles, sirven la comida en los restaurantes y, en el caso de los árabes, especialmente los egipcios, enseñan en las escuelas públicas. La mayoría vive en la informalidad, con contratos orales, y eso significa sueldos mucho más bajos que el mínimo. Según reconoció un funcionario a este diario, un taxista puede ganar entre 200 y 300 dólares al mes. Ni siquiera un tercio de lo que el Estado les pide de garantía a los trabajadores inmigrantes para que puedan traer al país al resto de sus familias.

Las mujeres inmigrantes sufren doblemente la informalidad. En un país donde la ley laboral no incluye a las empleadas domésticas y donde la violencia de género es un tabú, las miles de asiáticas que trabajan limpiando casas son totalmente invisibles, no existen ni para el Estado ni para la sociedad. “Tienen que tener la invitación de una casa para venir al país; y si después quieren cambiar de trabajo o de casa, tienen que tener la autorización de su empleadora. Si ella no lo consiente, se deben quedar allí. Algunas se escapan y terminan siendo explotadas sexualmente. Es un problema que aún tenemos pendiente”, reconoció una de las cuatro mujeres en la Asamblea Nacional, Aseel al Awadhi.

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