Del mismo modo que los cercamientos expropiaron las tierras comunales al campesinado, la caza de brujas expropió los cuerpos de las mujeres, los cuales fueron así “liberados” de cualquier obstáculo que les impidiera funcionar como máquinas para producir mano de obra. La amenaza de la hoguera erigió barreras formidables alrededor de los cuerpos de las mujeres, mayores que las levantadas cuando las tierras comunes fueron cercadas.
De hecho, podemos imaginar el efecto que tuvo en las mujeres el hecho de ver a sus vecinas, amigas y parientes ardiendo en la hoguera y darse cuenta de que cualquier iniciativa anticonceptiva por su parte podría ser percibida como el producto de una perversión demoníaca.
Tratar de entender lo que las mujeres cazadas como brujas y las demás mujeres de sus comunidades debían pensar, sentir y decidir a partir de este horrendo ataque en su contra –en otras palabras, arrojar una mirada a la persecución “desde dentro”, como Anne L. Barstow ha hecho en su Witchcraze (1994)– nos permite evitar también la especulación sobre las intenciones de los perseguidores y concentrarnos, en cambio, en los efectos de la caza de brujas sobre la posición social de las mujeres. Desde este punto de vista, no puede haber duda de que la caza de brujas destruyó los métodos que las mujeres habían utilizado para controlar la procreación, al señalarlas como instrumentos diabólicos, e institucionalizar el control del Estado sobre el cuerpo femenino, la precondición para su subordinación a la reproducción de la fuerza de trabajo.
Pero la bruja no era sólo la partera, la mujer que evitaba la maternidad o la mendiga que a duras penas se ganaba la vida robando un poco de leña o de manteca de sus vecinos. También era la mujer libertina y promiscua –la prostituta o la adúltera y, por lo general, la mujer que practicaba su sexualidad fuera de los vínculos del matrimonio y la procreación–. Por eso, en los juicios por brujería la “mala reputación” era prueba de culpabilidad. La bruja era también la mujer rebelde que contestaba, discutía, insultaba y no lloraba bajo tortura. Aquí la expresión “rebelde” no está referida necesariamente a ninguna actividad subversiva específica en la que pueda haber estado involucrada alguna mujer. Por el contrario, describe la personalidad femenina que se había desarrollado, especialmente entre los campesinos, durante la lucha contra el poder feudal, cuando las mujeres actuaron al frente de los movimientos heréticos, con frecuencia organizadas en asociaciones femeninas, planteando un desafío creciente a la autoridad masculina y a la Iglesia. Las descripciones de las brujas nos recuerdan a las mujeres tal y como eran representadas en las moralidades teatrales y en los fabliaux: listas para tomar la iniciativa, tan agresivas y vigorosas como los hombres, que usaban ropas masculinas o montaban con orgullo sobre la espalda de sus maridos, empuñando un látigo. Sin duda, entre las acusadas había mujeres sospechosas de crímenes específicos. Una fue acusada de envenenar a su marido, otra de causar la muerte de su empleador, otra de haber prostituido a su hija (Le Roy Ladurie, 1974: 203-04). Pero no era sólo la mujer que transgredía las normas, sino la mujer como tal, en particular la mujer de las clases inferiores, la que era llevada a juicio, una mujer que generaba tanto miedo que en su caso la relación entre educación y castigo fue puesta patas para arriba. “Debemos diseminar el terror entre algunas castigando a muchas”, declaró Jean Bodin. Y, efectivamente, en algunos pueblos sólo unas pocas se salvaron.
También el sadismo sexual desplegado durante las torturas, a las que eran sometidas las acusadas, revela una misoginia sin paralelo en la historia y no puede explicarse a partir de ningún crimen específico. De acuerdo con el procedimiento habitual, las acusadas eran desnudadas y afeitadas completamente (se decía que el Demonio se escondía entre sus cabellos); después eran pinchadas con largas agujas en todo su cuerpo, incluidas sus vaginas, en busca de la señal con la que el Diablo supuestamente marcaba a sus criaturas (tal y como los patrones en Inglaterra hacían con los esclavos fugitivos). Con frecuencia eran violadas; se investigaba si eran vírgenes o no –un signo de su inocencia–, y si no confesaban, eran sometidas a calvarios aun más atroces: sus miembros eran arrancados, eran sentadas en sillas de hierro bajo las cuales se encendía fuego; sus huesos eran quebrados. Y cuando eran colgadas o quemadas, se tenía cuidado de que la lección, que había que aprender sobre su final, fuera realmente escuchada. La ejecución era un importante evento público que todos los miembros de la comunidad debían presenciar, incluidos los hijos de las brujas, especialmente sus hijas que, en algunos casos, eran azotadas frente a la hoguera en la que podían ver a su madre ardiendo viva.
La caza de brujas fue, por lo tanto, una guerra contra las mujeres, fue un intento coordinado de degradarlas, demonizarlas y destruir su poder social. Al mismo tiempo, fue precisamente en las cámaras de tortura y en las hogueras en las que murieron las brujas donde se forjaron los ideales burgueses de feminidad y domesticidad.
También en este caso, la caza de brujas amplificó las tendencias sociales contemporáneas. De hecho, existe una continuidad inconfundible entre las prácticas que constituían el objeto de la caza de brujas y las que estaban prohibidas por la nueva legislación introducida durante esos mismos años con el fin de regular la vida familiar y las relaciones de género y de propiedad. De forma simultánea, las amistades femeninas se convirtieron en objeto de sospecha; denunciadas desde el púlpito como una subversión de la alianza entre marido y mujer, de la misma manera que las relaciones entre mujeres fueron demonizadas por los acusadores de las brujas que las forzaban a denunciarse entre sí como cómplices del crimen.
* Fragmento de Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria (Tinta Limón Ediciones).
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