› Por Luciana Peker
–¿Sólo sexo?
Llegar al cielo del cuerpo enmudecido. Gritar a pesar de las paredes de durlock y de los gritos vedados aún para lxs hijxs a los que las palabras monocordes les suenan a arameo. Gritar como un permiso que el placer arroga. Gritar como si la garganta no contuviera el verbo indescriptible de la piel rosa encaramándose al colorado. Gritar como si el ardor redescubriera el cuerpo endemoniado. Gritar a pesar de los porteros que custodian la sexualidad de una madre que de día acarrea mochilas y convida la torta de los cumpleaños. Gritar ante el silencio de desear en voz baja para que no se escuche, para que no se note, para que no se dé cuenta ni quién puede desear al cuerpo que desea.
Gemir sin consonantes mientras en la radio Amalia Granata cuenta su sexualidad express de consoladores para usar entre los congestionamientos de autos. Sin que se note. Sin tragarla. Sin olores, ni suciedad, ni miradas dislocadas del cuerpo partido y perdido de su eje, ni gritos que retumban, ni transpiración arrancada de las axilas escépticas de tan asépticas que ya las narices no sucumben ante el cuerpo invitado como si la idea fuera cuerpos que se tocan sin tocarse.
Hay gustos, elecciones y soledades bienvenidas. Pero la autonomía femenina encuentra, muchas veces, a veces, mil veces, el límite de su debilidad en el deseo. Al menos es el deseo (de nuevos trabajos, nuevas familias y nuevas luchas) el que invita a ir más lejos, a poder con más victorias de las que tuvieron en un día nuestras abuelas y de redoblar la apuesta para nuestras hijas. Y también es el deseo el que, a muchas, a mí muchas veces nos redobla la contradicción imperiosamente filosa. Ir para adelante como un huracán al que nada ni nadie detiene sin esperar la carroza, ni el carruaje con príncipe al volante, ni un zapato que nos calce perfecto, ni un beso que nos redima y cargar calabazas, niñxs y oficios por los hombros. Pero sí se desean dedos que lleguen a la propia espalda o que, más aguerrida y azarosamente, apenas acaricien las rodillas o soplen el cuerpo delineado que gusta entre sus rayas hacer algo más que dividirse. Que desvistan la piel y encuentren en la inhospitalidad presunta del brazo una piel nueva vestida de erizo en el lunar que los sexólogos no le ponen letra y que, sin embargo, delata la piel en la conjunción de un deseo de visita. Que huelan, que acaricien, que quiten los zapatos, que desabrochen los corpiños –que ya sabemos hacerlo solitas pero que la sexualidad es juego o es aburrida y el convite es a dejarse hacer lo que ya sabemos y redescubrir siempre el creciente ludo del cuerpo nuevo–, que dejen la ropa puesta, que sepan que arrodillarse es un regalo bendito que no inclina de por vida pero da gracia como cuando se toca el piso en el subibaja porque se sabe que es envión hacía un aire bendito, que festejen el hambre y que dejen lo mejor para el postre. Y que haya postre. Y, después, sobrecama, porque el sexo también se espera en el mejor abrazo, el más sabio, el que amortigua la subida infinita.
“Pecho: putita golosa”, le colgó Rosario Central una bandera a Newell’s en su último clásico atrás de su arco. La metáfora lineal quería decirle al rival rojinegro –casualmente adoptado desde que nacieron mis hijos como el club al que prefiero festejar– que le gusta que le metan goles. No me dan urticaria las metáforas futboleras. Pero preferiría que no sean en contra del placer femenino y convocar a las tortas y al goce, al dulce de leche chorreante y a la manzana acaramelada apenas mordida. No creo que el deseo pueda ponerse en palanca de corrección pero sí que las palabras también provocan y son parte de un juego en donde el mejor camino es el encuentro. Y contra todos los mares que piden controlar el deseo propongo la irreverencia de apropiarse de la bandera rival y (no esquivo la pelota) plantó bandera. Soy putita golosa. Y, a veces, no me la banco.
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