Lun 29.06.2009
libero

FúTBOL

Esa tarde de Liniers

› Por Daniel Guiñazú

Sólo están amarillentos los recortes del archivo luego de 38 años de esta historia pasada. Pero en la memoria del periodista, los recuerdos viven frescos. Tenía 13 años apenas cuando sintió, aquel nublado domingo 3 de octubre de 1971, que ya había llegado el momento de hacerse hombre y cumplir el rito de ir a la cancha solo, por primera vez en su vida.

No era un partido cualquiera el que había elegido para ver. Era la posibilidad de ser testigo directo de la consagración de Vélez como campeón Metropolitano de ese año. En verdad, el equipo de Liniers, con 36 goles de Carlos Bianchi como carta máxima de presentación, ya había tenido una chance de dar la vuelta olímpica, la semana anterior ante Racing en Avellaneda. Debía ganar y que Independiente perdiera en La Paternal ante Argentinos, para celebrar su segundo título profesional. Los rojos cayeron 3-1. Pero como Vélez también perdió 1-0 ante la Academia, los festejos se hicieron esperar una semana más. Nadie lo lamentó demasiado.

Todo el mundo del fútbol y no sólo los hinchas de Vélez daban por descontada la consagración. Enfrente, ese domingo estaría Huracán, que había cumplido una discretísima campaña de mitad de tabla, pese a que tenía un equipazo que ya dirigía, por entonces, César Luis Menotti, y que, a principios de año, habían armado Osvaldo Zubeldía y Carlos Bilardo. Por eso se agotaron todas las entradas en el estadio José Amalfitani. Vélez no podía perder porque Huracán no tenía con qué ganarle. La fiesta estaba preparada y el campeonato, servido en bandeja.

El técnico chileno Andrés Prieto apostó a ganador y paró a un Vélez superofensivo: Marín; Gallo, Ferrari, Nieva, Avanzi; Ríos, Lapalma; Lamberti, Bianchi, Benito, Bentrón. Menotti puso en Huracán a Hernandorena; Raspo, Buglione, Basile, Lavorato; Brindisi, Maidana, Babington; Doval, Avallay, Giribet. Y el comienzo no pudo haber sido mejor para los virtuales campeones de Liniers. Al minuto del primer tiempo, tras una jugada confusa, Lamberti empujó la pelota a la red y adelantó a Vélez en el marcador. Con la victoria le sacaba tres puntos a Independiente, que a la misma hora jugaba ante Gimnasia en Avellaneda y en un estadio semivacío.

Pero los nervios fueron enlazando al equipo hasta paralizarlo. Y a medida que a Vélez no le salía nada, a Huracán empezó a salirle todo. Brindisi y Babington, por entonces un par de chiquilines veinteañeros, gobernaron el juego a puro toque y a puro lujo. Narciso Doval, que ese año había llegado a préstamo del Flamengo para acompañar en sus correrías a su amigo del alma, el Bambino Veira, protagonizó un show de caños y desbordes a expensas de quien luego sería el doctor Roberto Avanzi. La rapidez de Roque Avallay hizo temblar a la defensa de Vélez en cada contraataque. Y en el fondo, Alfio Basile fue un bastión ante el que se estrellaron todos los esfuerzos de Bianchi y compañía.

A los 35 minutos, Luis Giribet, con un zurdazo poderoso, puso el 1-1. Aun con el empate, Vélez seguía siendo campeón. Pero cuando la radio trajo desde Avellaneda la novedad de que Eduardo Maglioni había abierto el marcador para Independiente, la desesperación se multiplicó por todo el estadio: ahora había que desempatar.

Luego de un remate de Doval que pegó en un palo, a los 8 minutos del segundo tiempo, Avallay puso el 2 a 1 para Huracán. Con este resultado, cambiaba todo: Independiente era el campeón, y a Vélez se le escurría un campeonato que estaba ganado. Mucho más cuando Pastoriza anotó el segundo para Independiente. Hubo que mudar la fiesta de Liniers a Avellaneda. Las radios que habían empezado transmitiendo a Vélez pasaron a seguir a Independiente. Y el estadio de la Doble Visera, semivacío a la hora de comienzo del partido, fue abierto de par en par para recibir a los hinchas rojos quienes, enterados de una definición tan inesperada, llegaban para celebrar de apuro.

Hecho una madeja de nervios, Vélez quiso hacer, en los minutos finales, todo lo que no había podido en el resto del partido. Huracán, mientras tanto, tocaba y tocaba. Suelto, seguro, veloz y preciso. Cuando Luis Pestarino, el árbitro, hizo sonar su silbato, miles de aplausos estallaron en Liniers. Era la hinchada de Vélez agradeciéndole a su equipo el haber llegado hasta allí, el haber sido subcampeón. Eran otros tiempos, otro fútbol, otro país.

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