FúTBOL
GOLES
› Por Antonio Dal Masetto
Un recuerdo de hace años. Estoy en un tren suburbano que salió de Retiro con veinte minutos de atraso y en la primera estación vuelve a detenerse unos quince más. Los pasajeros comentan en voz alta, protestan. El único que parece no darse cuenta de nada es el flaco de piernas largas que está sentado frente a mí. Mantiene la radio portátil pegada a la oreja, escucha un partido de fútbol. Mira a través de la ventanilla y llora. Llora en silencio, sin gestos, inexpresivo. Las lágrimas ruedan por las mejillas y van a mojar la remera color crema.
Termina el primer tiempo y apoya la radio sobre el asiento. Advierte que lo estoy observando.
–Qué grande –dice.
–¿Qué cosa? –pregunto.
–El Bocha. Grande, grande. Bochini es lo máximo.
Saca un pañuelo y se seca los ojos.
–Siempre me hace llorar.
Suspira. Se sopla la nariz. Guarda el pañuelo en el bolsillo de la campera.
–La primera vez que lloré fue en mil novecientos setenta y tres. Esa tarde me escapé de la escuela y fui a ver por televisión el partido de Independiente con la Juventus. Jugaban en Roma. Los rojos iban en busca del título mundial. Veintiocho de noviembre de mil novecientos setenta y tres. Faltaban unos quince minutos para que terminara el partido, o menos de quince, y de pronto apareció el Bocha, agarró la pelota y no lo paró nadie, se fue solito hasta el fondo del arco de los tanos.
Se cierra la campera, se frota los brazos con fuerza.
–Cada vez que empiezo a hablar del Bocha y de Independiente me dan escalofríos.
Se para, golpea los tacos de los zapatos contra el piso, se despereza, vuelve a sentarse.
–Poco después de aquel partido con la Juventus tuve la suerte de conocerlo personalmente al Bocha. Mi padrino, el primero que me llevó a una cancha, el que me enseñó a amar a los rojos, me lo presentó en los vestuarios del club. Yo tenía doce años, el Bocha diecinueve. Fue algo increíble. Desde entonces jamás le fallé un partido. Voy de cualquier manera. A menos que jueguen afuera, como hoy. Bochini es único, el más grande, un adelantado.
El tren arranca y se detiene apenas salido de la estación. Se oyen las voces indignadas de los pasajeros.
–Tengo un amigo, un tipo grande, siempre me dice que De la Mata era mejor. Me cuenta cómo una vez, en la cancha de River, se apiló a siete y se la mandó a guardar. Yo no le discuto, pero después del triunfo con Estudiantes en la Copa, cuatro a uno, lo encontré y lo paré en seco: “Ya sé, ya sé, no me digás nada, De la Mata era mejor, pero ayer Dios se puso la camiseta número diez y goleamos”.
El tren da marcha atrás y regresa a la estación. Algunos pasajeros bajan, se juntan en el andén y tratan de averiguar qué está pasando.
–Y aquella noche del verano del setenta y ocho, jugábamos con Talleres, habíamos quedado con ocho hombres, y de pronto, cuando ya estábamosresignados, cuando todo parecía perdido, apareció el genio del Bocha. Lloré. Después vino la final del setenta y nueve, con River, y el Bocha se mandó dos goles. Dos. Y de nuevo lloré. Me acuerdo de otro gol para la historia, en el Monumental, perdíamos uno a cero, Bochini la agarró en nuestra área, el área del río, y se la llevó hasta el otro arco: uno a uno. En un ratito ya estábamos ganando dos a uno. Y otra vez a llorar.
Saca el pañuelo y se lo pasa por los ojos.
–Mi mamá se preguntaba por qué lloraba cada vez que ganaba Independiente y me mandó al psicoanalista. Pero nadie podía entender, ni mi vieja, ni el psicoanalista, ni los amigos, ni mi novia que me dejó porque no aceptaba mi compromiso de los domingos con Independiente. ¿Cómo se hace para explicar ciertas cosas? Para ellos no significa nada que mi apellido tenga trece letras, igual que Independiente, o que el Bocha sea de mi mismo signo.
Se oye el silbato del guarda. Los pasajeros que habían bajado al andén se apresuran a subir.
–Cuando mi padrino se puso mal lo fui a ver a la clínica, no reconocía a nadie, le tomé la mano y me quedé un rato sentado al lado de la cama, le hablé al oído: “Padrino, ayer le ganamos a Ferro y el domingo nos toca con Boca, ya estamos a un punto del primero”. Me levanté para irme, llegué a la puerta y oí la voz de mi padrino que me preguntaba: “¿Jugamos en Avellaneda o en la Bombonera?”. Fueron sus últimas palabras, murió esa noche.
Siguen unos minutos de respetuoso silencio. Una vez más el tren se pone en movimiento, deja atrás la estación, levanta velocidad.
–Ahí empieza el segundo tiempo –dice el flaco.
Se apoya la radio contra la oreja, se acomoda en el asiento y fija la mirada en las grandes nubes blancas inmóviles sobre el horizonte. El flaco se está yendo, me abandona, se va, se fue.
Ése es el recuerdo.
Pienso en la imagen de aquel flaco y, lo mismo que entonces, me digo que quizás, en alguna parte del mundo, también a mí me esté esperando uno de los tantos paraísos perdidos. El paraíso perdido que me corresponde. En alguna parte. ¿Pero dónde?