FúTBOL › A UNA SEMANA DE LA VUELTA DEL SUPERCLáSICO DE PRIMERA, EL PRóXIMO DOMINGO
Los dos archirrivales no se enfrentan a nivel oficial desde el 15 de mayo de 2011. River llega a la cita con 15 puntos, ocho menos que el líder Newell’s, tras caer con Quilmes; Boca, que lo visita, sumó 18, a cinco de los rosarinos, tras el empate contra Estudiantes.
› Por Gustavo Veiga
Será el primer clásico después de un año de abstinencia. No será uno más, porque River viene del descenso y Boca de festejar un título mientras su rival jugaba en la B. Son marcas que deja el fútbol, como cicatrices que quedarán para siempre. Hieren la piel de uno y son una caricia para el ego del otro. Pero la grandeza de un club no se mensura sólo por los últimos resultados o se detecta cuando es comparada con la desgracia del adversario ante un espejo. La grandeza es un sistema de valores donde caben la tradición que se pueda mostrar, la cantidad de hinchas, los títulos ganados, ese termómetro endeble con que medimos el sentimiento (¿quién puede arrogarse que una pasión es mayor que la otra?); la grandeza, al fin de cuentas, es una suma de bienes simbólicos que se evalúan a gusto del consumidor. Y en la Argentina siempre se buscan argumentos y contraargumentos para sacar rédito en la discusión. Para ver quién la tiene más larga en clave paródica.
En estos casos, lo que importa es que la pasión no se desborde y más en un reencuentro como el que se dará el domingo próximo. Después de un año vacío en la estadística del clásico, serán inevitables las cargadas, acaso de Boca en la previa, pero River –como en el refrán– quizá pueda reírse último y mejor. Juega de local, necesita reivindicarse (especialmente después de la derrota de ayer ante Quilmes) y si gana, lo dejará a su rival con la boca cerrada. Paladeará la victoria como una revancha después del peor año de su historia.
“Cuando ves la camiseta de River, no te acordás que estuvo en la B”, dijo hace un par de días Lucas Viatri. Así debe ser, o al menos así debería ser. Pero una costumbre futbolera que irrita, muy de entrecasa, muy nuestra, hace que nos regodeemos de la malaria ajena antes que de los méritos propios. Es la módica hazaña que siempre se proponen los estúpidos, no importa los colores que defiendan. Son los que cuentan en una tabla imaginaria los traspiés del vecino. Como los barrabravas, no miran el partido que se juega ante sus ojos. Están más atentos a lo que pase en otra cancha.
La ausencia de River en los campeonatos de Primera durante la temporada pasada fue un cimbronazo. Su descenso fue una mancha deportiva, pero no la muerte, aunque muchos hinchas sintieran que la vieron de cerca. Están ahí por millones para demostrarlo, movilizados. El corazón les sigue latiendo por la banda roja y la bandera más larga del mundo que entró en el libro Guinness –de casi ocho mil metros– es una reafirmación de esa identidad orgullosa. Una forma de decir, como lo hicieron partido tras partido en el kilométrico campeonato de la B Nacional: “Aquí estamos”. Y ante la desgracia deportiva, “más que nunca”. No fue un acto de marketing. Sí una forma de aferrarse a un sentimiento que hizo más fuerte e incondicional el descenso.
Los hinchas de Boca se frotarán las manos en estas vísperas. Esa lógica binaria de festejar los éxitos propios, pero más los fracasos ajenos –y el descenso de River fue el peor de los fracasos deportivos de su historia– debe estimularlos. No importa que el equipo hoy juegue poco y convenza menos, que lleve cuatro partidos sin victorias, que Julio Falcioni tenga escaso carisma, que la ausencia del ídolo Riquelme sea como un agujero en el pecho y el presidente Daniel Angelici haya gastado una buena porción del crédito electoral con que llegó al gobierno. Enfrente estará el rival de toda una vida y, en nuestra idiosincrasia, las diferencias internas quedan por un momento de lado cuando se enfrentan las dos camisetas. El tiempo y el espacio se suspenden. Se juega el clásico y es lo único –parece– que interesa.
Otro tanto pasará en River puertas adentro. Qué le puede importar durante 90 minutos al hincha promedio si Daniel Passarella compite ahora con José María Aguilar para el título de peor presidente de la historia. O si las sospechas de corrupción en el club continúan. O si la barra brava es un factor de poder que no ha sido desmantelado. O si se fijó un precio para las entradas más acorde para un recital de los Rolling Stones que suele pagar el público ABC1. El clásico esfumará las discrepancias sobre qué hacer con el club hasta el domingo a la noche. Después se volverán a discutir las diferencias.
Un partido como éste es la envidia de muchos, más allá de nuestras fronteras. Despierta la atención colectiva aun entre quienes son indiferentes a las dos camisetas. Vende segundos de publicidad como ningún otro espectáculo. Arrasa con el rating de la televisión en vivo y en directo. Potencia los ingresos del vendedor de choripanes y también la voracidad de los revendedores de entradas. Es el clásico de los clásicos y, encima, no se juega desde el 15 de mayo del año 2011 por los puntos. Casi un año y medio.
No queda margen para dudarlo ni pensarlo. Los anteriores eran esperados dos veces al año con la misma ansiedad que un chico espera por el juguete nuevo. Este, el próximo, es hijo de todas esas ansiedades acumuladas. Demasiadas. El fútbol argentino lo estaba extrañando. Le faltaba su corazón latiendo en un cuerpo incompleto.
River es el equipo más goleador del torneo, gracias a los amplios triunfos ante Arsenal (4-0) y Godoy Cruz (5-0), pero el no tener un enlace definido también le genera ciertas dudas.
Boca no logra encontrar un funcionamiento definido, tanto cuando prueba con un volante más libre como cuando lo hace con cuatro. Y así los delanteros tienen pocas oportunidades para rematar frente al arco rival.
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