FúTBOL › OPINIóN
› Por Pablo Vignone
Tienta sentirse resignado, cuando uno se acomoda profundo en la butaca. La pálida actualidad del fútbol argentino, que apenas araña los dos goles promedio por partido, contrasta con el fresco recuerdo del clasicazo gozado por TV una semana atrás, el Real Madrid-Barcelona de los siete tantos y los brillos del fasto futbolístico que pobló la cancha. Ni siquiera el clima se apiadó, embarrando literalmente la cancha.
Pero nunca se puede desear menos que el bien del fútbol, aunque el deseo sea infinitamente más audaz que la esperanza. Tanto se habló en los días previos acerca de la posibilidad de que el de ayer fuera el último Superclásico de Juan Román Riquelme, que la ilusión de que –si ése fuera el caso– destilara las últimas gotas de su jerarquía, como quien apura lentamente el fondo de la botella, también acudió como consuelo.
Así que la resignación compartió la espera junto al deseo. Y el Superclásico se portó. Fue generoso en emociones y valió la pena. Regaló un primer tiempo excitante, en general en paralelo con el juego vistoso, pero aceptable en función del estado del campo y de las obligaciones con que los técnicos impregnaron la ambición de los futbolistas.
Las notas iban apuntando lo que producía Riquelme (como el caño a Carbonero a los 10 minutos), pero se dejaron llevar por lo que se había transformado en un partido de notable intensidad, que mereció algún golcito en el primer tiempo para calmar el significativo estado de excitación que había generado entre tanto ida y vuelta.
A Riquelme le fue asignado el momento individual más glamoroso del encuentro, ese tiro libre impecable con el que impuso su sello exquisito: fue como pelar el currículum en una tácita mesa de negociación. Si Boca perdió, no será el astro ni los argumentos que se esgrimen en general para denostarlo o mandarlo a un freezer eterno, los que expliquen esa derrota. Si éste fue, indefectiblemente, el último Superclásico de Riquelme, habrá sido por prejuicios de otra índole que no tienen nada que ver con lo que se advirtió en el campo pesado.
La clase de Manuel Lanzini, en términos concretos, no será la del Riquelme de sus mejores tardes, pero supuso un par de razones (el gol, el corner), suficientes para sostener el mérito. En definitiva, se han visto Superclásicos mucho más aburridos. Uno se levanta reconfortado de la butaca. El bien del fútbol, que normalmente recoge escasa colaboración, ayer salió premiado de la Bombonera.
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