CONTRATAPA › A PROPóSITO DEL 30º ANIVERSARIO DEL PARTIDO ARGENTINA-INGLATERRA DEL MUNDIAL DE MéXICO
El próximo miércoles se rememorará el encuentro en el que Diego Maradona hizo su famoso gol con la “mano de Dios” y luego el gol más lindo de la historia de los mundiales. Líbero se adelanta a los festejos con la reproducción de un capítulo de El partido, el ingenioso libro de Andrés Burgo que cuenta con lujo de detalles los pormenores de ese día de la Selección de Bilardo.
› Por Andrés Burgo
Captada desde un helicóptero, sería una hermosa imagen aérea: el 22 de junio de 1986, a las 9:40, los jugadores argentinos se desperdigan después de la charla técnica de Bilardo y vuelven a sus habitaciones. El destino los espera, aunque todavía desconocen si con los brazos abiertos o los puños cerrados. Cada jugador dispone de veinte minutos para encerrarse en su mundo, el último tiempo muerto antes de la acción. El premio es mucho más que el pasaje a las semifinales del Mundial: también están en juego la fama, el dinero, los contratos, las mujeres. Lástima que en la concentración del América no hay tambores: hubiesen comenzado a sonar cuando los futbolistas vuelven a juntarse en el sitio en el que acaba de estacionar el colectivo de la FIFA que los llevará a la colonia Santa Úrsula de la Ciudad de México, donde está el estadio Azteca.
–Cada vez que jugábamos al mediodía –dice Olarticoechea– , nos encontrábamos en un patio cercano a las habitaciones. Ahí nos subíamos al micro. Pero contra Inglaterra nos juntamos media hora antes de lo habitual. Estábamos más ansiosos que de costumbre.
Brown tiene fotos de ese colectivo. Muchos años después del Mundial, cuando estaba de mudanza, encontró una caja cuya existencia había olvidado y que me mostró. De su interior brotaron fotos de los días felices en México. Entre imágenes de visitas a centros comerciales y asados en la concentración (muchos jugadores vestían las camisetas de los equipos a los que ya habían enfrentado, Claudio Borghi una de Bulgaria y Pasculli una de Italia), el detalle que más me asombró fue el micro en el que la selección viajó al Azteca para jugar contra Inglaterra –y el resto de los partidos del Mundial–. Después de un par de años persiguiendo cualquier memorabilia del 86, la del ómnibus es una imagen que no había visto. Tiene una explicación: a la hora en que los jugadores se trasladaban a la cancha, los reporteros gráficos y camarógrafos ya estaban en los estadios. Lo sorpresivo fue su aspecto: el colectivo parecía el colmo de lo anticuado incluso para 1986, como si fuera un rezago de los Juegos Olímpicos de 1968, realizados en México. Amarillo, pequeño, de no más de diez filas de largo, lo podría haber confundido con uno de esos micros que trasladan a contingentes de turistas jubilados. Por dentro tampoco había lujos: si las estrellas actuales llegan a los estadios en colectivos ultramodernos y conectados a iPod y auriculares hifi, en 1986 nadie tenía siquiera un walkman: no se conseguían en la Argentina.
–No sabés lo que eran esos colectivos –se divierte Brown–. Entrábamos justos, pero lo usamos en el primer partido, ganamos y ni locos se iba a cambiar.
Como la selección es una cábala ambulante, esa mañana Maradona se sube al colectivo y le dice “hasta luegooo” al predio de la concentración, que está a punto de dejar rumbo al estadio. Es una manera de invocar la continuidad del plantel en México: si Argentina pierde ante Inglaterra, debe regresar a Buenos Aires. El último en subirse tiene que ser Pachamé, y el rito también se cumple. A Echevarría le corresponde preguntar “¿Estamos todos?”, alguien responde que sí y la selección arranca hacia el Azteca. Un zoom directo al interior del vehículo muestra a Bilardo y Pachamé en el primer asiento de la izquierda, y a Batista y Pasculli en el de la derecha. Detrás del técnico sonríe discretamente Julián Pascual, el tesorero de la AFA, que esa mañana ya había ido a la misa de las ocho en la basílica de Guadalupe. El grupo más activo, el que comienza las canciones y hace zarandear al colectivo, se parapeta en el medio: Tapia, Almirón, Islas, Zelada, Olarticoechea y, a su lado, Maradona.
–Yo iba del lado de la ventana, me senté primero, Diego fue el que me eligió a mí, eh –se ríe Olarticoechea.
–Yo me sentaba al lado de Diego –dice Pumpido.
Cuciuffo lleva una réplica grande de la Virgen de Luján que el plantel había recibido en una visita a la Basílica. Atrás, en la última fila, Madero se sienta solo y cumple su rol: sabe que, al final del trayecto, su botiquín tendrá que ser bajado del colectivo por Mariani.
–Cuando los jugadores salían para el estadio, tenían que ver a un helicóptero que daba vueltas por ahí –cuenta Benros, el utilero, que estaba desde temprano en el Azteca–. El problema es que el día del partido con Inglaterra, el helicóptero no estaba, nadie lo encontraba. Miraban para arriba y nada. Entonces los muchachos fueron a decirle al chofer que manejara más despacio hasta que al fin apareció allá arriba y todos festejaron.
–Camino al Azteca había un cementerio, y teníamos que parar ahí, aminorar la marcha –dice Brown.
–Los motociclistas de la policía mexicana que iban adelante del colectivo tenían que ser siempre los mismos, Tobías y Jesús –dice Enrique–. Para la final nos trajeron a veinte motociclistas más y nosotros nos negábamos a salir. Solo queríamos a Tobías y a Jesús. Lo que arreglamos fue que ellos dos nos escoltaran adelante, como siempre, y el resto fuera atrás.
–Teníamos un casete con música, con un par de temas que escuchábamos arriba del colectivo, y por cábala no podíamos llegar a la cancha antes de que esos temas terminaran –dice Ruggeri–. Si el chofer manejaba más rápido que de costumbre, lo hacíamos detenerse en la autopista que nos llevaba a la cancha y calcular el tiempo de la canción para llegar justo. Los policías que manejaban las motos adelante nuestro no entendían nada.
–Los policías apuraban al colectivo y los jugadores desde arriban les gritaban “paren, paren, que tienen que terminar las canciones” –dice Fernando Signorini, el preparador físico personal de Maradona, en un bar de Belgrano.
–A veces íbamos tan despacio que me daba miedo que Tobías y Jesús se cayeran de la moto –dice Enrique–. Estaba todo tan calculado que cerca del Azteca había un semáforo, y nos tenía que agarrar de una determinada forma. No me acuerdo si era en rojo o en verde, pero si estaba el color contrario, le pedíamos al chofer que parara.
–Era un viaje corto, de diez minutos, porque la concentración estaba muy cerca del Azteca –explica Ruggeri–. Uno de los temas que poníamos era el de Rocky.
–Mi viejo me contó muchas cosas del Mundial –recuerda por teléfono, desde Córdoba, Emiliano Cuciuffo, 32 años, el hijo de José Luis, fallecido en 2004–. Por ejemplo de la música que escuchaban en el colectivo rumbo al Azteca: ponían una canción de Bonnie Tyler, “Eclipse total del corazón”. Les hacía recordar a sus familiares. Les daba fuerza.
–Las canciones desde la concentración hasta el estadio eran tres –precisa Olarticoechea– . La de Rocky, “El ojo de tigre”; la de Bonnie Tyler, “Eclipse total del corazón”; y una de Sergio Denis.
–La de Sergio Denis se llamaba “Gigante Chiquito” –asiente Bilardo–. Creo que se la había dedicado a su hijo. Era una canción muy melancólica.
–Cuando sonaba la de Rocky, te motivaba, nos sentíamos como parte de la película –dice Almirón–. Llegábamos gritando a la cancha, era una cosa de locos.
–La de Rocky sonaba última. La poníamos faltando dos cuadras para llegar a la cancha. Teníamos que entrar al Azteca con esa canción – dice Giusti–. Y hasta que no terminaba, no bajábamos del colectivo.
–Los jugadores se bajaban del colectivo, en el estacionamiento del Azteca, y nos buscaban al Ruso (Eduardo) Ramenzoni y a mí para que les hiciéramos entrevistas –recuerda el periodista Miguel “Tití” Fernández, enviado a México 86 por radio Argentina, la emisora en la que relataba Víctor Hugo Morales–. Un par de horas antes del debut, con el Ruso les hicimos notas a Maradona, Giusti, Brown y Batista. Como Argentina ganó, los mismos jugadores empezaron a buscarnos para los próximos partidos.
–De los dos, a mí me tocaba entrevistar a Maradona. ¡Faltaban dos horas para el partido, ahora parece un delirio! –dice Ramenzoni, hoy periodista de TyC Sports–. Hubo un partido en el que el portón que daba al vestuario estaba cerrado, y Maradona empezó a preguntar: “Ruso, Tití, ¿dónde están?”. No querían salir a la cancha hasta que les hiciéramos las notas.
(Versión para móviles / versión de escritorio)
© 2000-2022 www.pagina12.com.ar | República Argentina
Versión para móviles / versión de escritorio | RSS
Política de privacidad | Todos los Derechos Reservados
Sitio desarrollado con software libre GNU/Linux