CONTRATAPA
Omar Narváez ganó con solvencia ante el filipino Rexon Flores y retuvo por octava vez su corona mosca de la OMB, pero estuvo lejos de brillar y no provocó entusiasmo en las nueve mil personas que colmaron el Orfeo de Córdoba.
› Por Daniel Guiñazú
Omar Narváez hizo sólo una parte de su trabajo, seguramente la más importante de todas: le ganó por puntos al filipino Rexon Flores y en la madrugada del domingo retuvo por octava vez su corona de los moscas de la Organización Mundial de Boxeo. Pero quedó pendiente otra: convencer, seducir, emocionar. Narváez no le dio curso a su talento, no provocó entusiasmo, no consiguió levantar ni una vez de sus asientos a los 9 mil espectadores que fueron al Superdomo Orfeo de Córdoba a vibrar con una pelea por un título del mundo. Es cierto: no siempre es posible brillar. Y Flores, con su andar corajudo y rudimentario, logró opacar la indiscutible calidad del invicto campeón chubutense hasta convertirlo en el principal responsable de un combate mediocre, que no hará historia, y que nadie podrá recordar más allá de lo feliz del resultado.
Caso curioso: Narváez (50,500 kg) peleó sin interferencias, trabajó con soltura, aplicó los mejores golpes y ganó por 10, 10 y 12 puntos en las tarjetas de los jurados (Líbero le reconoció 14 al cabo de los 12 anodinos asaltos). Y, sin embargo, cuesta entregarle un elogio porque nunca soltó todo el rollo que tiene. Se lo vio más preocupado por evitar que la cabeza peligrosamente lanzada por Flores (49,900 kg) detrás de cada puño, le abriera una herida, que por afirmar sus manos en procura de una definición, que no llegó en parte por la propia fortaleza de Flores y en mucho por la falta de apuro con la que encaró las acciones.
Y no es que ahora se pretenda que Narváez sea un aporreador. No lo es y, por suerte, nunca habrá de serlo. Pero una cosa es lanzar golpes porque sí desde cualquier posición, y otra, muy diferente, conformarse con tocar y sumar sin ir jamás a fondo. Y esto último fue lo que concretó el chubutense. Pegó la derecha recta en apertura y la izquierda cruzada a la cabeza o en gancho al cuerpo del filipino cuantas veces quiso. Pero en pocas ocasiones (por no decir nunca) lo hizo con real vigor y con la continuidad necesaria como para conmoverlo. Quizás haya creído que no hacía falta porque la precariedad de los recursos de Flores no representaba un auténtico peligro para su corona de campeón. Tal vez le hayan reaparecido de improviso antiguos dolores en su mano izquierda operada, que creía olvidados. Lo cierto es que, encarada así por Narváez, la pelea no tuvo arreglo y rápidamente se hizo monocorde, unilateral, sin matices. Todos los rounds fueron iguales.
La única nota diferente la pusieron las infracciones que Flores cometió a granel y que lo colocaron al filo mismo de la descalificación (el árbitro estadounidense Sammy Viruet le descontó un punto en el 4º asalto por un golpe bajo y otro en el 7º por un cabezazo) y una hemorragia nasal que complicó el consumo de oxígeno de Narváez. Después, el trámite se deslizó sin derrochar emociones porque el resultado ya estaba cantado. Narváez, aun peleando al 50 por ciento, no podía perder. Y Flores, aun poniendo lo mejor de sí (no mucho más que su fuerza y su empeño), estaba muy lejos de poder ganar y de justificar un primer puesto en el ranking de la OMB que deberá agradecérselo más a la muñeca política de su manager Gabriel Elorde Jr. que a sus menguadas virtudes pugilísticas.
El público cordobés, que siguió la pelea en silencio porque no daba para más, recibió el fallo con indiferencia, sin alegría. Haciéndole notar a Narváez que, aunque lleve cinco años viviendo y entrenándose en la ciudad, no lo considera aún uno de los suyos. La oportunidad era inmejorable para entablar un lazo afectivo similar al que entre el 2002 y el 2004 el chubutense tendió con la gente en el Luna Park en ocasión de sus victorias ante el nicaragüense Adonis Rivas, el mexicano Everardo Morales y el brasileño Reginaldo Carvalho Martins. Y se desperdició sencillamente porque Narváez estuvo lo suficientemente inspirado como para retener el título sin sobresaltos, pero no tanto como para dar un nuevo y convincente salto en materia de calidad.
Ahora lo anuncian el próximo 2 de diciembre en los Estados Unidos, en una pelea unificatoria ante el áspero armenio Vic Darchinyan, campeón de los moscas en la versión de la Federación Internacional. En esa noche de gran gala, la más importante de su vida como boxeador, deberá volver a salir a escena, sí o sí, el mejor Narváez, el que todos respetan y reconocen. Ese que es capaz de imponerse donde sea, como sea y ante quien sea porque le sobran las razones. El que peleó en Córdoba no hizo más que cumplir un compromiso, retaceando su talento. Aunque haya ganado por un campo de diferencia.
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