CONTRATAPA
› Por Fernando Signorini *
Creo que no habían pesado dos segundos siquiera del hecho que, por sí solo, justificó, a mi juicio, la totalidad del muy mediocre mundial de fútbol 2006 disputado en Alemania, y yo ya estaba no solo comprendiendo sino también justificando la –para muchos– incomprensible e injustificable agresión con que Zinedine Zidane decidió poner un digno broche de oro a su fantástica saga deportiva. La tarjeta roja esgrimida por el árbitro Horacio Elizondo se me antojó tan obvia como las razones que, intuí, tuvo Zizou para merecerla.
Con la íntima certeza de que mi parecer estaba respaldado más por el instinto que por la razón, decidí dejar pasar un tiempo prudencial que sirviera para que el beneficio de la reflexión junto al valor agregado de otras opiniones terminara por enriquecer su contenido final.
Y bien, aquí estoy, sin poder determinar aún con exactitud qué porcentaje de razón o de instinto tiene mi conclusión, pero más convencido que nunca de que –tal como lo sospechaba– Zinedine tuvo razón. Como razón tendrán todos los hombres y mujeres que no vacilen en defender el supremo valor de su dignidad hasta las últimas consecuencias –más allá de las épocas– hasta el final de los tiempos. La reacción del capitán francés, qué duda cabe, tuvo la contundencia del toro que, sintiéndose herido, se abalanza con toda la furia de su indomable trapío en una última y decisiva cornada.
Fue por ello que reaccionó (que afortunadamente reaccionó) porque la nobleza de sus principios no podía permanecer indiferente ante la puñalada trapera que lleva implícita la promiscua bajeza del agravio.
¿Qué pensaba Materazzi? ¿Que todos los hombres son iguales...? Pues no, hay muchos que todavía se resisten a formar parte de la decadente comparsa global. Son muchos todavía los que están dispuestos a privilegiar lo importante por sobre lo interesante, a despreciar –por despreciable– el ínfimo valor de lo superfluo.
Porque ¿qué importancia tiene un título del mundo si para conseguirlo debemos aceptar degradarnos hasta el extremo de negociar lo innegociable? ¿Que debería haber contado hasta diez? No, no, la ecuación fue perfecta, hasta diez le contaron a Materazzi, y mejor hubiera sido si le contaban hasta mil. “Bueno, pero festejó Italia”. ¿Y?... En pocos años ¿quién se acordará de ello...? En cambio ¿quién podrá olvidar el invalorable y emocionante mensaje del francés?
Hubo quienes preocupados por preservar la salud de este mundo hipócrita se preguntaban, ¿y ahora, cómo haremos para explicarles a los niños la reacción de Zidane? Muy simple, los niños tienen por lo general una gran facilidad para entender lo obvio.
Bastaría por ejemplo sugerirles la lectura de “El hombre mediocre” para que, a través de sus páginas, José Ingenieros les haga entender –como nadie– por qué un mundo en el que abunden hombres como Zidane sería infinitamente mejor que éste en el que, para desgracia de todos, pululan tantos Materazzis.
Tal vez peque de inocente, pero quiero creer (¡qué lindo si fuera cierto!) que el primer arrepentido de todo cuanto aconteció es el mismísimo defensor italiano. No tengo dudas de que, una vez acallado el rumor zumbón de los festejos, a solas con su conciencia, ha descubierto que las medallas más preciadas que un hombre puede lucir con inocultable orgullo no son precisamente aquellas que pueden colgarse en el cuello. Ya que ese privilegio está reservado a unos pocos elegidos que son, sin dudas, los verdaderos vencedores, aunque a veces, como en este caso, lleguen solamente segundos. Por ser hombres de pocas pulgas.
* Profesor de Educación Física, ex entrenador personal de Diego Maradona e integrante del cuerpo técnico de César Luis Menotti.
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