CONTRATAPA
› Por Roque Casciero
”¡Vaaaaamo’ Manuuuuuu!” Ya pasaron esos seis o siete minutos de partido en los que el técnico Gregg Popovich deja que otros se cansen para que Emanuel Ginóbili entre y la rompa, así que es el momento para que el argentino se pare, vaya hasta la mesa y se agache para esperar su turno. Entonces mi grito resuena en el Staples Center de Los Angeles. Bueno, tal vez no sea para tanto, pero las ganas que le pongo son equivalentes a las de aquel gol de Pipino Cuevas contra Racing, tras la corrida de Rojas, o a la vez que me arrodillé frente al televisor cuando el Pájaro Caniggia les dejó el regalito a los brasileños en Italia. Este estadio, donde los Lakers ofician como locales, es demasiado enorme como para que un solo grito resuene. Sin embargo, no soy el único que elige alentar con la misma frase al número 20 de los Spurs. ¿Serán esos que me crucé en la escalera mecánica con camisetas de River y de Boca? Los que tengo atrás, en la fila 10 del sector 331 de Staples Center, son más argentos que el dulce de leche, pero hinchan por los Lakers, así que los descarto. Uno de ellos hablará más tarde de “bancar al equipo” cuando todos se estén yendo antes del final, precisamente por obra del Manu. Pero acá los códigos son otros, aplastados bajo una pátina de entretenimiento que le quita bastante de pasión al juego. O de lo que nosotros entendemos como pasión, en todo caso.
Estoy en el Staples Center viendo a dos de los equipos que se han llevado títulos de la NBA en los últimos años, pero no puedo dejar de pensar en el Mago Aréjula, mi ídolo de la infancia, al que maravillado veía jugar en Los Indios de Junín y más tarde en River. Acá, en cambio, las pantallas brillan en serio, las porristas bailan bárbaro y se cambian de ropa para cada entrada, los sesenta segundos de “interrupción” de parte de los técnicos son minuciosamente aprovechados para promocionar productos o armar juegos, hay cámaras que siguen a las parejas y les proponen besarse (entre tanto desconocido, aparecen Olivia Wilde y Jason Sudeikis, que hacen los honores) y, si no fuera porque las entradas al alcance de mi bolsillo me depositaron tan, tan arriba, capaz que hasta podría contar que vi de cerca al enorme Jack Nicholson.
Todo deslumbra en el mundo NBA, todo hace que regresen a mí sensaciones infantiles que habían quedado tapadas por otras emociones y rutinas. La adrenalina empezó cuando dos colegas me contaron, en medio de una maratón de conferencias de prensa con actores, que planeaban ir a ver a los Lakers esa noche. “Tengo un amigo que trabaja en un site que vende entradas más baratas”, me dijo Julio Guzmán (la versión colombiana de Heisenberg), pero todavía no me convencía. Diego Pajares, de Perú, dio con la clave: “Juegan contra los Spurs”. Teníamos que ser cuatro, porque el bendito sitio web vendía las entradas de a pares, y se prendió otro periodista argentino, Sebastián Tabany, que además nos llevó a todos en auto, porque es casi ciudadano angelino.
Entrar al Staples Center es otro “subidón”: el bullicio, los colores amarillo y violeta multiplicados (las camisetas a 100 dólares quedarán para otra billetera), el olor a comida, la agente de seguridad que frena antes de pasar por el detector de metales, las escaleras mecánicas que nos depositan en el sector más alto del estadio, la primera ojeada a ese led cilíndrico en el que más tarde seguiré los números de Ginóbili... Eso sí, casi no entro en el asientito y las piernas sufren la falta de espacio. Evidentemente, los jugadores nunca usan estos bancos que costaron 45 dólares. Menos los locales, que para la presentación se quedan en el centro del campo, mientras una tela enorme baja desde el led hasta el suelo, los rodea y se convierte a su vez en pantalla. Terminada la presentación del equipo, la tela cae, las porristas se la llevan y es hora del salto inicial.
Seis o siete minutos después, Manu entra y saluda a todos los angelinos con un triple. In Your Face. Pero los Spurs andan erráticos, no está Tim Duncan y Thiago Splitter no es oposición suficiente para Pau Gasol. A los Lakers les falta nada menos que Kobe Bryant, pero Steve Nash maneja los hilos, y del otro lado sólo Tony Parker anota y anota. En el peor momento de los Spurs, los Lakers llegan a llevarles 13 puntos de ventaja. Diego, que hincha por los locales, festeja los tantos a mi lado y se ríe con mis puteadas (sobre todo las dirigidas a Splitter). Entonces saco mi chapa de años escuchando a Daniel Jacubovich y le suelto: “Mirá que los Spurs no van a seguir jugando así todo el tiempo y la diferencia no es tanta”. Dos minutos más tarde, los de San Antonio se ponen arriba por un punto. Aprendí algo, Jacubovich.
En el segundo tiempo, después de que los suplentes de ambos equipos demostraran por qué son suplentes, los Spurs ponen las cosas en orden, Splitter empieza a hacer pesar sus bríos por sobre la veteranía de Gasol, Parker sigue endiablado y... bueno, Manu time. Casi sin que se note, el argentino da vuelta la tortilla en base a puntos y asistencias, aunque yo disfruto particularmente cada vez que se para frente a un rival que mira el aro como si fuera una capa roja, pero que en lugar de encontrarse con un “ole” de Ginóbili, choca contra su humanidad y, listo, falta ofensiva y saca Manu.
El triunfo ya seguro de los Spurs hace que se vayan antes de tiempo los “hinchas” locales, que gritaron “di-fens” cada vez que la pantalla se los propuso y que se pararon para ir a comprar cerveza todo el tiempo (no, para ellos no es importante que el partido siga). Entonces Ginóbili se planta para esos tiros libres típicos de cuando el rival frena el reloj con una falta, emboca ambos, y yo, para la risa de Diego y mi absoluto placer, grito bien fuerte ¡“Vaaaaamo’ Manuuuuu”! y tengo 9 años por última vez en la noche.
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