CONTRATAPA
El texto pertenece al libro Periodistas Depordivos (fútbol, entre las plumas y las palabras), escrito por Walter Vargas. Editado por Ediciones Al Arco, será presentado el miércoles próximo en el Café Tortoni, desde las 18.
Para que no haya malentendidos: jamás me pronunciaré a favor de la colegiatura del periodismo. Jamás. Allá los países que la tengan. Allá, en la Argentina, en las Bahamas, en Guinea Ecuatorial o en Islandia, las profesiones y los profesionales que dependan de una colegiatura.
Acaso en la medicina sea vital para impedir o punir la mala praxis. Bienvenidas ahí, entonces.
El periodismo es otra cosa. Tendrá licenciaturas, tendrá maestrías, tendrá Pulitzer, tendrá medallas a no sé qué mérito, tendrá indicaciones y contraindicaciones del buen ejercicio profesional, pero en una inmensa medida el periodismo es un oficio, ni más ni menos que un oficio. Un oficio y un trabajo. Un laburo, palabreja lunfarda que, confieso, me encanta.
Un oficio con una fuerte impronta del existencialismo francés, en lo que atañe al ser en función de la acción. Un médico deja de ver pacientes y no deja de ser doctor. Y un abogado retirado no deja de ser abogado. Y un arquitecto jamás dejará de ser arquitecto, por más que se retire y las únicas construcciones a las que se aboque sean los castillos de arena a pedido de sus nietos.
Un periodista es periodista si trabaja de periodista o ha trabajado de periodista. De lo contrario, será un periodista posible, formal, conjetural, y el único valor que tendrán sus títulos, sus diplomas y sus certificados de asistencias a congresos, encuentros y demás, será el de decorar el living o alimentar ciertas ínfulas en las celebraciones familiares.
Dicho esto, va de suyo que en primera instancia no me escandaliza que un ex futbolista sea contratado como comentarista y/o panelista y/o presentador y/o lo que fuere. Tampoco, por si no ha quedado claro, esas contrataciones me inspiran peticiones de principios acerca de los privilegios y de las prioridades de las que gozaríamos los periodistas.
Si un ex player demuestra que sabe hacer la tarea que se le demanda, ¿por qué no? Al fin de cuentas, tampoco el autor de este libro ha estudiado periodismo en institucionales formales. En instituciones de las que extienden un título habilitante.
Ergo, no dispongo de un papel sellado y rubricado capaz de convalidar mi condición de periodista. No tengo más aval que el de mi trayectoria y tal parece que esa trayectoria, el recorrido mismo, avalan mi condición de periodista. Bueno, aceptable, regular, malo, muy malo... pero periodista al fin.
A propósito, viene a mi memoria una anécdota de mis tiempos de estudiante de las lides de eso que a grandes rasgos se da en llamar “profesionales de la salud mental”.
Hace muchos años, cuando me formaba como psicoterapeuta por fuera de la universidad, por fuera de los claustros, consulté al doctor Armando Bauleo, maestro de maestros de psicoanalistas, acerca de cuál era el procedimiento correcto a la hora de evaluar a un paciente llegado a una consulta en equis institución.
¿Quién hace la entrevista de admisión? ¿El psiquiatra, el psicólogo clínico, el psicoanalista, el psicólogo social, quién, quiénes, todos?
El doctor Bauleo respondió:
–Es muy sencillo, Walter. La entrevista la hará quien sepa hacerla.
Con los comentarios de los partidos, con el análisis del juego, del fútbol, pasa lo mismo. ¿Quién está más habilitado? Pues el que demuestre que, amén de habilitado, está capacitado.
Allá lejos y hace tiempo Alejandro Scopelli y Alberto Viola, dos integrantes de Los Profesores de Estudiantes de La Plata, se constituyeron en pioneros de los ex futbolistas sumados a las arenas de las crónicas periodísticas. Y lo hicieron muy bien, por cierto, del mismo modo que otro ex albirrojo, Roberto Sbarra, durante décadas corresponsal de la Oral deportiva de Radio Rivadavia en la ciudad de La Plata.
Pero hasta la llegada de Quique Wolff, con tantos años de consolidado en los roles de la prensa que cada tanto no estaría de más recordar a los más jóvenes que en sus años mozos fue un futbolista espléndido, la más luminosa versión del ex jugador convertido en observador había resultado Ernesto Lazzatti.
El gran Lazzatti se fue de este mundo relativamente joven, víctima del mal de Alzheimer, pero antes supo regalar decenas de páginas propias de un ojo diestro y de una pluma refinada. En la revista El Gráfico. Antes, claro, había destacado como un gran centrocampista de Boca.
No vi al Lazzatti futbolista, pero sí leí al Lazzatti periodista. Y fue un placer.
Ahora, ¿los comentarios de Lazzatti eran excelentes por el solo imperio de su experiencia directa como futbolista profesional?
No. Ni por aproximación. ¿A quién se le ocurre esa peregrina idea?
A muchos. A muchos se les ocurre, empezando por los típicos futbolistas y ex futbolistas que miran de soslayo a los periodistas, en plan de perdonarles la vida, convencidos de que como ellos sí fueron parte de la cocción de los choripanes, de forma automática disponen de la franquicia, de las regalías y de la fórmula secreta del chimichurri más sabroso.
(Confieso que años ha me pasé un buen rato contemplando la pirámide de entrada al Museo del Louvre y la curiosa arquitectura del exterior del Centro Pompidou, pero semejante experiencia directa no me autorizó a mucho más que a sacarme una foto con la noble cámara Canon Prima Junior transformada hoy en una antigualla sólo ubicable en mercadolibre.com.)
He allí una verdad fácil, barata o gratuita. Y por fácil, por barata y por gratuita, que invita a desconfiar.
Pero como me interesa menos salir indemne de una discusión que merodear una verdad, o asir la mayor cantidad de ramificaciones que coexisten en una verdad, desconfío de mi propia desconfianza.
Y propongo la siguiente dialéctica:
–A. Cierto proverbio inglés sentencia que para conocer el sabor de budín no hay otro camino que probarlo.
–B. Kurt Lewin, investigador polaco-alemán baqueano en psicología y dinámica grupal, postuló un desafío radical: “Dadme una buena teoría y les daré una buena práctica”.
¿Quién ha dado en el clavo? ¿El autor anónimo del proverbio inglés o el padre de la Teoría del Campo?
Los dos.
Dependerá de un contexto específico, de un grado de pertinencia, de dónde se puntúa una secuencia y, miren qué detalle baladí, de quién es el portador de esa práctica y de quién es el portador de esa teoría.
Hay ex futbolistas que jugaron 500 partidos en primera y sin embargo son incapaces de dar cuenta de su experiencia y ni hablar de las experiencias que atraviesan otros jugadores en un rectángulo de 105 x 70 en cuyas fronteras verticales se han dispuestos sendos arcos de 7.32 por 2.14.
Hay periodistas duchos en el hábito de ordenar sujeto, verbo y predicado, que han visto más partidos de los que ha jugado Pelé y sin embargo captar los tres o cuatro indicadores básicos de un partido de fútbol les sabe más arduo que escalar el Everest.
Hay de todo. Tirios y troyanos, cartagineses y romanos, atenienses y espartanos.
A veces un futbolista repone lo imposible de reponer incluso para periodistas brillantes: por ejemplo, qué pasa por la cabeza de un jugador cuando juega ante 60 mil personas y queda mano a mano con el arquero rival.
En mi vida de futbolista amateur he estado cientos de veces mano a mano con el arquero rival. Pero jamás ante 60 mil personas.
Pero un analista de fútbol tiene obligaciones que exceden por mucho la memoria emotiva. Obligaciones ineludibles. Discernir cómo están parados los equipos o, en realidad lo más trascendente, cómo están movidos.
Quién va siendo mejor y por qué. Cómo se teje y destejen esas dinámicas vertiginosas, resbalosas, a menudo inasibles, que comprende un partido de fútbol.
Si un ex futbolista no está en condiciones de hacer todo eso, pues lo lamento, pero carece de las herramientas indispensables.
¿Cómo? ¿Así que hay comentaristas que no fuimos futbolistas profesionales, que somos periodistas, a secas, que tampoco nos revelamos aptos para elucidar por lo menos el trazo grueso de qué diablos pasa en un módico partido de fútbol? ¡Por supuesto! Pero una cosa son los melones y otra cosa son las sandías. Ahora de forma específica me ocupo de los cracks que hemos sabido conseguir.
No vayan a creer que he bebido del amargo cóctel del rencor, del cinismo y de la destrucción masiva. Por lo menos en la Argentina, la enorme mayoría de los ex futbolistas devenidos observadores son competentes y en algunos casos además de competentes dueños de una incipiente impronta pedagógica: de un modo especial, entre otros, Jorge Bermúdez y Marcelo Espina en el lote de las más recientes apariciones y Diego Latorre como lúcido y lucido timonel de una camada anterior.
(Con matices de más o menos lucidez, de mayor o menor experiencia, de mayor o menor competencia comunicativa, destaco asimismo a Gustavo Lombardi y Gastón Pezutti. También a Rubén Capria y Diego Díaz cuando declinan imponer sus criterios por la vía de la exaltación).
Latorre es todo un espejo donde podría mirarse el jugador de hoy que anhele convertirse en un idóneo paisajista del vasto jardín del periodismo: un insaciable del conocimiento que deja entrever una humildad insospechada de afectación. Se nota cuánto persevera en construir un rol que no requiera vivir del plazo fijo de sus años de futbolista activo y cuánto lo incomoda que lo empujen al anecdotario ególatra y vacuo.
Descontado Quique Wolff, a quien aludí en otro tramo del presente trabajo, sería injusto que omitiera los valores del Ruso Verea, otro baqueano entrañable cuyo menottismo fronterizo con el hermetismo talibán no lo inhibe de debatir con saludable honestidad, así como los de Carlos Aimar, el Cai Aimar, que en tiempos signados por el carnaval de la bobada y aún como miembro de formatos periodísticos proclives a la cháchara matizada con Cinzano y maníes, se pone al pie del pizarrón y contribuye al debate.
También me merecen una estima singular Patricio Hernández y Roberto Perfumo, en el caso del entrañable Mariscal pese a algunos banquinazos anárquicos en sus intervenciones televisivas.
Los dos, además, han dejado testimonio escrito. Tuvieron la paciencia, el tino y la valentía de organizar sus ideas y volcarlas en sendos libros que leí, disfruté y agradezco.
(Nota pertinente: a esta altura del baile, de forma deliberada excluyo a Jorge Valdano, un ex futbolista que más bien me sabe un intelectual que primero se dedicó a jugar al fútbol, después a la dirección técnica, después al periodismo, y así).
En realidad son contadas las excepciones de aquellos ex futbolistas que no dan la talla. Los que tienen insalvables dificultades para hablar un castellano aceptable. Los que ofrecen una profundidad de análisis que no excede el puñado de minutos de una conversación entre ocho pisos de ascensor. Los que se pierden en su propio shopping de chascarrillos y en el mejor de los casos, muy cada tanto, aciertan con una referencia lateral.
Pero una referencia lateral y una ocurrencia no llegan a la estatura de un concepto. A veces se parecen, a veces se entremezclan, pero no son equivalentes. Una ocurrencia es una ocurrencia y un concepto es un concepto.
Si un ex futbolista puesto en el cometido periodístico lo único que tiene para ofrecerme son ocurrencias y anécdotas, con el debido respeto: lo prefiero en un asado o alrededor de una mesa de café.
La mayor dificultad de estos colegas que supieron jugar en las ligas mayores es en rigor una limitación que, en general, lejos de registrar como una limitación suelen concebir como una virtud: la imposibilidad orgánica, estructural, visceral, de aplicar una mirada ácida al jugador que la merece con creces y la crítica al entorno del fútbol que en muchos casos es homólogo a las zonas oscuras de los propios futbolistas.
(A riesgo de omisiones que llegado el caso inspirarían mi sincero pedido de disculpas, excluyo de esta segunda peculiaridad a Juan Manuel Herbella y Adrián Bianchi).
Comúnmente, para los ex futbolistas devenidos comunicadores, o como se les llame, no hay futbolistas que hayan jugado mal: simplemente no han jugado bien. [...]
P.D.: No sería honesto si no repusiera algo que percibo a la hora de entregar el presente texto: concederé a los ex futbolistas devenidos colegas que a menudo los periodistas banalizamos la dificultad de jugar.
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