BOXEO › A MEDIO SIGLO DE LA MUERTE DE JOSé MARíA GATICA
› Por Daniel Guiñazú
Había bebido como siempre, como últimamente lo venía haciendo: mucho, demasiado. Y estaba enojoso, irascible, con ganas de pelearse con el primero que lo mirara fijo. El domingo 10 de noviembre de 1963, un amigo le pidió que lo acompañara a vender muñequitos a la cancha de Independiente. Pero al rato, ese mismo amigo le pidió que se fuera, que en vez de atraerle clientes se los estaba ahuyentando.
En la esquina de Herrera y Luján, pleno barrio de Barracas, quiso subirse a un colectivo de la línea 295. Pero no pudo: le fallaron las piernas, se cayó al pavimento y el vehículo le pasó por encima con las ruedas traseras, provocándole gravísimas lesiones internas. Lo llevaron al Hospital Rawson y pareció que se salvaba. Pero no: el 12 de noviembre de 1963, hace ya 50 años, con apenas 38 de edad, fallecía José María Gatica. Seguramente, la leyenda más grande del boxeo argentino.
Si no fue frío e implacable como Monzón, si no tuvo el duende y la magia de Nicolino, si no hizo campaña grande en los Estados Unidos como Lausse y Maravilla Martínez, si ni siquiera fue campeón argentino, ¿por qué Gatica, medio siglo más tarde, sigue convocando la mirada de poetas, músicos, sociólogos y psicólogos sociales? ¿Por qué el viernes pasado, la TV Pública, en horario central, reiteró a modo de homenaje la película que el enorme Leonardo Favio filmó sobre él hace ya 20 años? ¿Que tuvo Gatica en su tiempo de gloria (1945/1951) y que tiene ahora para que se ocupen de él las nuevas generaciones que parecen vivir en presente rabioso?
Gatica, el Tigre, el Mazorquero, jamás el Mono (Mono las pelotas, decía cada vez que se lo llamaban así), fue un peleador espectacular, corajudo, sanguíneo e intuitivo. Un extraordinario generador de emociones. Entre 1945 y 1954, peleó 44 veces en el Luna Park. Y siempre lo llenó. Multitudes iban a verlo. Y él devolvió cada peso de la entrada con su estilo furioso y desaliñado. Pero como él, hubo muchos a lo largo de la historia. La leyenda, entonces, pasa por otro lado.
Y ahí descubrimos que Gatica fue un emergente de su época. Un símbolo del ascenso de una clase social que el 17 de octubre de 1945 irrumpió en la vida política de la Argentina, poniendo sus patas en las fuentes de la Plaza de Mayo. Y que diez años más tarde, los tanques y los cañones de la Libertadora expulsaron de allí. Casualmente (o no tanto), la carrera boxística de Gatica describió casi la misma parábola: debutó como profesional en 1945 y se retiró en julio de 1956, un mes después de los fusilamientos de la Operación Masacre en José León Suárez y cuando hacía rato que, gordo y rengo, peleaba clandestinamente, prohibido por los gorilas.
En esa clave, se entiende por qué sus cuatro peleas con Alfredo Prada (1946, 1947, 1948 y 1953) paralizaron la Argentina y, hasta hoy, constituyen la rivalidad más enconada que haya existido en el pugilismo nacional. Y una de las más intensas de nuestra historia deportiva. Ese duelo sintetizó, como ningún otro, los odios y amores desmesurados de la Argentina de aquel tiempo. Gatica era el ídolo de las populares. Trepaba al ring de Corrientes y Bouchard con su famosa bata con la inscripción “Perón-Evita” en la espalda, se compraba la ropa más cara y extravagante de Buenos Aires, pagaba casamientos en las villas, repartía su dinero entre los lustrabotas de Constitución y las prostitutas de los cabarets del Bajo y se les reía en la cara a los cajetillas y a los oligarcas. Cuando osaban criticarle tanto desprendimiento, tanta plata tirada, espetaba “aire, aire, cuando Gatica tiene, todos tienen”. Y seguía metiendo la mano en el bolsillo.
Prada también era peronista. Pero no hacía ostentación pública de su credo político. Y se adaptaba mejor a la moral y las buenas costumbres de la época. Por eso, cuando Prada ganó por abandono en el 6 round en 1947 y por nocaut en el mismo asalto en 1953, los barrios ricos de la ciudad descorcharon champán francés para celebrar la derrota de aquel lumpen. Cuando Gatica venció por puntos en 1946 y 1948, el pobrerío entonó su canción de revancha.
Luego de su última derrota con Prada, Gatica desbarrancó. Y de aquel boxeador avasallante y demoledor, de aquellos ojos verdes que se clavaban en los de su rival para anticiparle la derrota, ya no quedó nada sino un físico estragado por los excesos y los desarreglos. Se calcula que cobró bolsas por más de cuatro millones de pesos de aquel tiempo. Pero de esa fortuna no quedó nada. Se la llevaron las tentaciones de la noche, los amigos del campeón, algunos familiares insaciables y los fulleros del pase inglés.
Cuando parecía que todos lo habían olvidado, después de una inundación, un cronista descubrió a Gatica, sucio y harapiento, tomando mate en una tapera de Villa Dominico. Ese día, los que lo odiaron, los que lo despreciaron, los que no pudieron tolerar sus desplantes, respiraron aliviados. Había vuelto al barro, a la miseria, al lugar de donde suponían, deseaban, nunca debió haber salido. A la hora de la muerte no lo dejaron solo. Una multitud llevó su féretro a pulso desde el estadio de la Federación Argentina de Box hasta el cementerio de Avellaneda, entonando la marcha peronista. Desde mayo de este año, sus restos reposan en San Luis, en su Villa Mercedes natal. Pero para la historia, José María Gatica sigue parado en el centro del ring. Con la guardia armada y la mirada desafiante. Como en cada una de sus noches de Luna lleno.
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