Lun 26.03.2012
libero

AUTOMOVILISMO Y MOTORES › A 50 AñOS DEL DEBUT DE PAIRETTI

Leyenda en Pergamino

› Por Guillermo Blanco

Confiesa que ha vivido. Lo afirma resistiendo al archivo público y al privado también. Como aquellas interminables rectas con apenas algunas curvas tenues que invitaban al derrape y a la histeria popular detrás de los alambrados, la existencia de Carlos Alberto Pairetti siempre se mantuvo firme, adentro y afuera, con un verbo en infinitivo que viene desde el arranque a manija de estas líneas: vivir.

Hace poco, Il Matto quiso reflejar sus andanzas terrenales en un libro tan pulcro y admirable como su legendario Trueno Naranja y allí aceleró de entrada nomás contando con memoriosos y lujosos detalles su primera vez en el TC, como piloto. Y vale esta aclaración porque después de que la santafesina Clucellas lo catapultara aún con pañales hacia la ciudad de las más altas cumbres de la actividad tuerca, la bonaerense Arrecifes, Carlos comenzó a dibujar sus primeros palotes como auxilio de Néstor Marincovich, Sandokán, apodo que bien pudo caberle a él por su instinto trashumante y su vocación por el riesgo. Hasta lo vio ganar en 9 de Julio, y sintió el dolor del drama tempranero cuando aquél murió con su auto desestabilizado por la liviandad manifiesta a medida que la nafta se iba consumiendo.

Qué historia la de Pairetti. Como para otro libro, pero ahora esta carrera es corta aunque fecunda. Compró ese auto. Largó último aquel domingo 25 de marzo del ’62 en la 1ª Vuelta de Pergamino, con el 56 en la puerta del Chevrolet “Bataraz” verde y amarillo y el 1 que lo esperaría durante varios pasajes de esa carrera inicial en la que de pronto quedó tercero detrás de los Emiliozzi y de Santiago Luján Saigós. Nadie tenía idea sobre aquel pibe veinteañero. Y él sólo sabía de acelerar y encarar el barro como en sus tiempos de corredor rural y martillero. Por señas le fueron marcando las alternativas y no entendió cuando por Colón le señalaron “¡primero!” con el dedo índice de ambas manos hacia arriba. En la tierra del autor del Payador Perseguido, Atahualpa Yupanqui, un ignoto pibe vecino perseguía a todos, con incipientes callos en la planta del pie derecho por tanta acelerada constante. Pensó que sería undécimo, ya que había pasado más de veinte coches. Pero no. Era primero por tiempo, con un segundo sobre su escolta.

Peleó los primeros puestos hasta que en la última vuelta un caño de nafta lo empujó hacia el décimo lugar final. Igual, el bautismo presagiaba un futuro en el que predominaría su ímpetu y esa adrenalina que en poco tiempo lo pondría como uno de los adelantados del nuevo automovilismo, Barracuda primero, Trueno Naranja campeón seis años después. Todo después de esa primera vez que quedó plasmada en esa estadística irrevocable que recuerda: 18 de agosto de 1963, Mar del Plata, cupé Chevrolet.

Al día siguiente del debut se fue a Buenos Aires para compartir el bautismo con el motorista Bernardo Pérez, quien había metido mano en los autos de Fangio y Froilán en los tiempos de Europa. Estacionó frente al taller en la calle Cabello y el alfarero de los fierros no le respondió el saludo. Allí Carlos aprendió una lección.

–No me traiga más el auto de carrera, déjelo en Arrecifes –le dijo casi sin mirarlo.

–Pero ¿por qué, Bernardo? –respondió Pairetti.

Le había pagado todo, no le debía nada. ¿Qué le pasaría al hombre?

–Usted no debió declarar que el auto tuvo un problema de mi incumbencia. Eso no se hace. Tendría que haber dicho que rompió el diferencial o la caja.

Pérez le dio una lección de manejo bajo la ruta. Y la anécdota quedó en el recuerdo íntimo, incluido en un libro tan histórico y encantador como gran parte de esta vida que –confiesa– sigue manejando con el pulso seguro desde aquel domingo de marzo del ’62. La que comenzó a escribir sobre un Pergamino inolvidable.

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