Lun 20.09.2004
libero

Tanta gloria para un solo boxeador

A los 39 años, Bernard Hopkins es el mejor pugilista de la actualidad, cetro que confirmó noqueando a Oscar de la Hoya en Las Vegas. El repaso de una pelea que tuvo poca emoción, pero un golpe de nocaut que todavía duele.

POR DANIEL GUIÑAZU

Sólo los muy grandes pueden hacerlo así. Bernard Hopkins no necesitó demoler a Oscar de la Hoya para demostrar y demostrarse quién era el mejor mediano del mundo. Un gancho de izquierda de precisión quirúrgica se coló por debajo del codo derecho del Golden Boy, pegó a la altura del bazo y, al minuto 38 segundos del 9º round, lo dejó ahogado, sin aire, consciente, pero como si su cuerpo hubiera sido talado más allá de la cintura. Fue una definición perfecta, fulminante, de libro. No cualquiera es capaz de noquear con una sola mano.
El mundo del boxeo, hoy, está a los pies de Bernard Hopkins. Es el único campeón mundial de los tiempos modernos reconocido por las cuatro entidades más importantes: el Consejo, la Asociación, la Federación y la Organización. Es el campeón de los medianos que más defensas exitosas (19) hizo de su título y el de reinado más prolongado a través de la historia (más de 9 años). Lleva más de once años sin derrotas. Y todo eso a los 39 años, la edad en que la mayoría de los boxeadores vive del pasado y apenas unos pocos pueden enorgullecerse de su presente, de lo que están haciendo.
Pero Hopkins es mucho más grande que su propia estadística. Encandila el brillo de sus números. Pero ese resplandor no debe disimular que detrás hay un boxeador notable, un estratega completo, un esgrimista de fina estampa que concilia ciencia y eficiencia, belleza y positividad, lo agradable y lo útil. Hopkins todo lo puede, maneja todos los registros del boxeo, pelea pensando y piensa peleando. De la Hoya es el último en saberlo.
La pelea del sábado a la medianoche en el Arena Garden del MGM Grand Hotel de Las Vegas no tuvo la vibración de los grandes acontecimientos. Hopkins y De la Hoya se respetaron tanto que, más que una pelea, protagonizaron una partida de ajedrez sobre el ring. Muchos rounds se definieron por el estrecho margen de un golpe bien puesto. Y ese golpe, generalmente, lo puso Hopkins. Contra todas las suposiciones, De la Hoya (70,038 kg) no le dio movilidad a sus piernas. No circuló por el cuadrilátero tratando de cansarlo y de desalentarlo a Hopkins (70,761 kg). Se plantó frontalmente, pero no tiró todo lo que tenía porque no pudo imponer su velocidad ni llevarse por delante al triple campeón mundial. Hubo un obstáculo que le fue imposible de superar con boxeo o con temperamento: la izquierda en jab de Hopkins que siempre mantuvo las acciones en la larga distancia o no más allá de la media.
Si el desarrollo estaba más o menos parejo al final del 4º asalto, una excelente izquierda que movió a De la Hoya, sobre el final del 5º, puso a Hopkins camino a la victoria. De allí en más, la pelea se fue deslizando sin estridencias ni grandes emociones. De la Hoya no pudo arrancar y se fue apagando sostenido, apenas, por su calidad que nadie discute. Y Hopkins fue creciendo round a round, con una fórmula sencilla pero incontrolable: su izquierda lanzada en apertura y la derecha cruzada o recta lanzada detrás.
Al término del 8º, Hopkins tenía ventajas en dos tarjetas: ganaba 79-73 para Dave Moretti y 78-74 para Paul Smith. Keith McDonald lo reconocía arriba a De la Hoya por 77-75 y, para Líbero, Hopkins estaba al frente 79-73. Pero Hopkins no se confió. Y, ante cualquier duda, salió a definir. “Estaba tratando de tirar un jab largo –contó más tarde–; vi que podía castigar al cuerpo y ahí vino el golpe. De inmediato sentí que lo había lastimado. Escuché que se quejó.” Y fue tal cual. Inmediatamente luego de la derrota, la cuarta de su carrera, la primera por fuera de combate, De la Hoya admitió: “Quise seguir peleando, pero mi cuerpo no me respondió. Me quedé sin respiración”.
Los golpes furiosos que aplicó a la lona mientras escuchaba la fatídica cuenta del árbitro Kenny Bayless, y después también, dan la pauta de cuánto le duele esta derrota al Golden Boy. Trabajó casi tres meses en las montañas de Big Bear, California, y soportó 11 puntos de sutura en su mano izquierda por un corte que un colaborador le provocó con una tijera cuandole retiraba los vendajes luego del entrenamiento del miércoles último, con tal de satisfacer su orgullo insaciable. Hizo todo lo que estaba a su alcance, pero no pudo encontrar la clave de la pelea. El boxeador más chico rara vez puede ganarle al más grande y su talento quedó preso de la leyenda. Ahora debe descansar y pensar en familia qué es lo que va a hacer. Dos cosas aparecen claras: seguirá en el boxeo, no seguirá entre los medianos.
Hopkins, en tanto, disfruta de la vida. El pandillero de las calles bravas de Filadelfia, el muchacho que aprendió en la cárcel el abecé del boxeo, aquel al que nadie quería enfrentar y al que la televisión no quería ver porque era sucio y tramposo, hoy es el mejor del mundo. Les ganó a todos, ingresó en la historia y va por más. Ahora quiere la revancha con Roy Jones, el último que lo venció hace 11 años, o una oportunidad con Antonio Tarver por la corona de los mediopesados. Al fenómeno de los medianos, al que superó la grandeza de Monzón y de Hagler, al mejor boxeador libra por libra de la actualidad, poco le queda arriba de los rings. “Juré ante la tumba de mi madre que no pelearía después de cumplir 40 años”, dijo Hopkins mientras en su cuerpo no cabían tantos cinturones de campeón del mundo, tanta gloria para un solo boxeador.

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