Dom 21.04.2002
libros

RESEÑAS

RIVERA: LA MILITANCIA EN LA ESCRITURA

Para ellos el Paraíso y otras novelas (Alfaguara) recopila lo mejor de la producción narrativa breve de Andrés Rivera, uno de los clásicos de la ficción argentina
contemporánea.

POR GUILLERMO SACCOMANNO

A esta altura no cabe duda: Andrés Rivera es una de las voces mayores de la literatura argentina contemporánea. Se ha dicho, a menudo, que la suya es una voz que opera persiguiendo modulaciones en una lengua entrecortada, que con sus inflexiones busca reflejar el jadeo físico. Y es en este recurso expresivo donde Rivera, emulando en la escritura la respiración entrecortada, retrocede siempre un paso, unas líneas, para avanzar persistiendo en una reiteración. En este mecanismo de retroceso para avanzar está también su proyecto narrativo: volver al pasado para leer el presente. Rivera lo afirma textual en Para ellos el paraíso y otras novelas, su último libro: “Hay libros que dibujan el presente, cuando hablan del pasado”.
Además, persistente, su literatura se empecina en resaltar, en la corporalidad, lo que puede haber de cómplice con la injusticia en el hecho de escribir. La lengua, así, se infiere, balbucea y debe volver atrás, tomar envión y decir de nuevo porque la derrota revolucionaria pone en entredicho las palabras al precisar una explicación. A menudo en sus relatos hay pensamientos, como revelaciones, que plantean que la literatura es distracción burguesa, jugueteo banal que no aporta al cambio histórico. En varias de sus historias, Rivera manifiesta esta tensión entre acción y literatura, dilema persistente que surge, como constante, en su escritura. Otro ejemplo: “La ficción es una mentira que se acepta”, escribe en Apuestas, otro relato del libro. Corresponde objetarle que su ficción suele contener más verdades que toda la historia oficial.
En este punto, es lícito recordar que, con no menos tozudez, en más de un debate público, Rivera plantea, con su modo de un rudo pasado militante y el tono grave, provocador, que la literatura no modifica en nada un sistema regido por la injusticia. Más allá del discutible tremendismo de su aseveración y, a la vez, concediéndole a la literatura sus valores propios, puede aducirse que así como a la literatura no se le puede pedir la revolución, tampoco se la puede esperar de la certidumbre militante. Lejos de ampliar la interpretación de su obra, este maniqueísmo bloquea su lectura. Conviene, con más sensatez, definir de qué clase de literatura y de militancia se habla.
La actitud desconfiada en la escritura y en sus intervenciones públicas acerca de la utilidad de la literatura pueden resultar coherentes si se tiene en cuenta que Rivera, junto con su compañera Susana Fiorito, participa desde hace años en la acción de un centro comunitario en uno de los enclaves más carenciados de Córdoba. Desde la visión descarnada y concreta de la mortalidad infantil, de la delincuencia inexorable de la infancia marginada, Rivera legitima su ferocidad en los debates remitiendo al setentismo (como el Sartre exacerbado que declaraba que La náusea no tenía ningún valor frente a un chico del Tercer Mundo muerto de hambre). No obstante, este escepticismo no le impidió a Rivera, en los últimos años, alcanzar catorce volúmenes exitosos en un catálogo editorial. Desprendido de la militancia de izquierda en la que se templó, Rivera se ha trasladado, en la realidad, al escenario concreto de la miseria y, anclándose en el sustrato más empobrecido, narra la violencia del pasado.
“Escribo en el eco de una revuelta”, anota Rivera en “Datos para el olvido”, prólogo de Para ellos el paraíso y otras novelas. Una búsqueda personal en la que el trabajo social se complementa en el traslado a la escritura de la violencia política, tanto en las alcobas del poder y el autoritarismo como en las tragedias de militancia en que se formó el autor. Una hipótesis: desprendido de la militancia, al escritor no le queda otro ámbito que su fusión, en un acto tolstoyano, con los humillados y ofendidos y, desde este escenario, escribe en el eco de una revuelta.
Así, desde la miseria lacerante, todo un frente, quizá se puede entender y habilitar su crispación. Estas cuestiones se suelen eludir, con frecuencia, en los acercamientos a su literatura. Sin embargo, es buenoadvertir que reflexionar al respecto no es poco en una época donde, hasta no hace mucho, las discusiones literarias se formulaban únicamente en términos de discursos de la liviandad. El caso Rivera, con su coherencia en la orfebrería de escritura (arrancándole la noción de “bello estilo” a la derecha) y sus contradicciones personales y públicas, refiere un desgarramiento de sinceridad inusual. La literatura puede no aportar, en lo visible e inmediato, a cambios sociales, pero tampoco es un oficio gratuito. Que un escritor consagrado, a los setenta y seis años, se aísle del previsible confort de intelectual integrado y proponga estos elementos a la discusión literaria, que nunca es sólo literaria, adquiere un fuerte sentido político, infrecuente, que conviene celebrar.
Para ellos el paraíso y otras novelas es precisamente el volumen catorce de Rivera. Contiene relatos de distintas épocas. Como para contribuir a estas reflexiones sobre literatura y militancia, acá están el impecable cuento “Cita”, un texto, en el momento de su primera publicación, al margen de las tendencias en boga que conmovían a la izquierda. “Reescribí ‘Cita’ no importa ya en cuantas oportunidades”, dice Rivera. En 1966, al referenciarse en la literatura norteamericana, “Cita” se aparta a la vez de los cánones del realismo proletario y de la imaginería fantástico-barroca del boom. En este 2002, “Cita” se lee como un ejercicio de formidable síntesis que traspasa lo arqueológico y se constituye en reivindicación de una causa y su narración.
El inédito “Guido”, fechado en este año, al igual que “Cita”, se centra en la experiencia militante. Ambos relatos cuentan una derrota. Y ambos, sin duda, constituyen los picos más altos del libro. Y vuelve, en unas pocas páginas, a repetirse ese prodigio que resulta la escritura de Rivera. En “Guido”, una descripción de los obreros de la construcción en los andamios, exponiendo sus vidas al vacío y quebraduras múltiples, define la capacidad narrativa de Rivera para detener el relato sin patinar en el bostezo de los cultores de la morosidad. En el alto descriptivo, Rivera logra, mediante la transposición, una fulguración poética. Hay otros momentos brillantes en “Guido”: el ajusticiamiento, por parte de partigianos a una banda de fascistas en una orgía prostibularia. Acá la historia parece, de nuevo, frenar en cámara lenta, al modo Sam Peckinpah. Y como para Peckinpah la cámara lenta no significa justamente un freno para la narración sino un potenciamiento, lo mismo, en Rivera, que al frenar las imágenes, en realidad, logra calentar la historia otorgándole su temperatura justa.
Cada nuevo libro de Rivera contiene, además de sus obsesiones de siempre, ese tono propio, cada vez más afinado. Con su prosa inconfundible, con sus constantes, Rivera pertenece ya a la naturaleza de los clásicos. Y esta aura proviene no de una confianza en la eternidad sino de su convicción en la belleza de los riesgos del presente.

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