Un paseo por el abismo
“Mantra es una novela caleidoscópica, recorrida por un humor feroz, en ocasiones excesiva, escrita con una prosa de rarísima precisión que se permite oscilar entre el documento antropológico y el delirio de las madrugadas de una ciudad”
Por Roberto Bolaño
De las muchas novelas que se han escrito sobre México, las mejores probablemente sean las inglesas y alguna que otra norteamericana. D.H. Lawrence prueba la novela agonista, Graham Greene la novela moral y Malcolm Lowry la novela total, es decir la novela que se sumerge en el caos (que es la materia misma de la novela ideal) y que trata de ordenarlo y hacerlo legible. Pocos escritores mexicanos contemporáneos, con la posible excepción de Carlos Fuentes y Fernando del Paso, han emprendido semejante empresa, como si tal esfuerzo les estuviera vedado de antemano o como si aquello que llamamos México y que también es una selva o un desierto o una abigarrada muchedumbre sin rostro, fuera un territorio reservado únicamente para el extranjero.
Rodrigo Fresán cumple con creces éste y otros requisitos para escribir sobre México. Mantra es una novela caleidoscópica, recorrida por un humor feroz, en ocasiones excesiva, escrita con una prosa de rarísima precisión que se permite oscilar entre el documento antropológico y el delirio de las madrugadas de una ciudad, el Distrito Federal, que se superpone a otras ciudades de su subsuelo como si se tratara de una serpiente que se traga a sí misma.
La novela, aparentemente (y digo aparentemente pues todo en esta novela puede llegar a ser aparente, aunque sus partes estén ensambladas con exactitud matemática), está dividida en tres grandes capítulos. El primero está narrado por un niño argentino y transcurre en Argentina, tras la llegada al colegio de un nuevo alumno, un niño mexicano que pasa, en menos de un minuto, de posible víctima a líder del grupo mediante el ingenioso (y peligrosísimo) truco de jugar, cuando el profesor lo deja solo, a la ruleta rusa, con una pistola de verdad, delante de sus nuevos compañeros.
El niño, Martín Mantra, es la encarnación del niño terrible por excelencia: hijo de dos actores de telenovelas, acude al colegio acompañado por un guardaespaldas ex luchador enmascarado, y piensa revolucionar el mundo del cine y de la televisión. La visión de México, del lugar de donde viene ese niño increíble, está mediatizada por el niño y por los recuerdos de la propia infancia del narrador argentino y por algo que nunca se dice claramente pero que en ocasiones se asemeja a una enfermedad o a un desplome social y que tal vez sólo sea la ausencia definitiva de la infancia.
La figura simbólica que preside esta primera parte es la de un héroe del pasado, el general (posmortem) Gervasio Vicario Cabrera, mexicano despistado que luchó en la guerra de Independencia de Argentina, víctima de un fusilamiento a todas luces apresurado, de igual forma que la figura simbólica que preside la tercera parte es la de un robot cuya sombra se discierne confundida con las primeras palabras de Pedro Páramo.
El segundo capítulo, a mi juicio el mejor, está construido alfabéticamente, como un diccionario del DF o como un diccionario del abismo. Es, también, la parte más extensa de la novela, de la página 144 a la página 510. Su lectura es abierta: se puede leer linealmente o bien el lector puede entrar por la letra que prefiera. El narrador esta vez es un francés, un francés que sólo ha oído hablar de Martín Mantra y que viaja a México para matar y morir. E incluso para seguir matando después de muerto. Entre las múltiples líneas argumentales que se cruzan como relámpagos, está la vida de Joan Vollmer, muerta en el DF mientras jugaba a Guillermo Tell con Burroughs, su marido, en el papel de Guillermo; y la historia de los luchadores enmascarados mexicanos y la historia de la película nouvelle vague que quiso hacer en Francia uno de estos luchadores enmascarados; y la historia del LIM, el lenguaje internacional de los muertos; y la historia de los monstruos mexicanos y de la pornografía mexicana; y la historia del grupo de rock femenino Anorexia & susFlaquitas; y la historia de Martín Mantra como guerrillero milenarista y mediático; sin que falte incluso una historia de amor, pero en París, entre el narrador francés y una joven mexicana.
Palabras de Mantra extraídas al azar: En el apartado “Telenovelas” el lector puede leer: “Las telenovelas son como noticieros mutantes”. En el apartado “Televisores”: “Y me preguntarás cuál es la marca de estos televisores muertos que miran los muertos y te responderé (...) que estas pantallas zombis donde los zombis dan de comer a sus ojos zombis son marca Sonby”. En el apartado “Vómito”: “Así me habla Joan Vollmer, esto es lo que me dice mientras fuma varios cigarrillos invisibles. Me dice que son cigarrillos de marca diferente: unos la hacen hablar en primera persona, otros en tercera persona, en ese entrecortado y espasmódico idioma sísmico que es el Lenguaje Internacional de los Muertos”.
Así pues, los muertos hablan un lenguaje cuya cadencia se asemeja a un temblor. Y Mantra, eso lo descubrimos a medida que nos vamos internando en las distintas capas superpuestas de la novela, se va llenando de muertos, de todos los muertos de México, desde los muertos ilustres hasta los muertos anónimos. Y el temblor que el lector percibe es el temblor del LIM, un lenguaje que también sirve para hacer novelas siempre y cuando éstas se escriban en orden alfabético.
La tercera y última parte de la novela es una fábula futurista. La Ciudad de México ya no existe, aplastada por terremotos permanentes, y entre esas ruinas se alza una nueva ciudad llamada Nueva Tenochtitlán del Temblor. Un robot vuelve al corazón de esa ciudad extraña a buscar a su padre creador, un tal Mantrax. Así se lo ha prometido a su madrecita computadora. Evidentemente, nos hallamos ante una nueva versión de Pedro Páramo o ante el encuentro azaroso, al pie de una piedra de sacrificios, de Pedro Páramo de Rulfo y 2001 de Kubrick, con un final sorprendente.
Pocas novelas tan apasionantes he leído en los últimos años. Con Mantra es con la que más me he reído, la que me ha parecido más virtuosa y al mismo tiempo más gamberra; su carga de melancolía es inagotable, pero siempre está asociada al fenómeno estético, nunca a la cursilería ni al sentimentalismo siempre en boga en la literatura en lengua española. Es una novela sobre México, pero en realidad, como toda gran novela, de lo que verdaderamente trata es sobre el paso del tiempo, sobre la posibilidad e imposibilidad de los sueños. Y también trata, en un plano casi secreto, sobre el arte de hacer literatura, aunque muy pocos se den cuenta de eso.
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