Dom 15.08.2004
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London, London

Las más de mil páginas de Londres, una biografía de Peter Ackroyd que Edhasa acaba de distribuir constituyen una fascinante historia donde la ciudad se convierte en un personaje vivo y acechante.

› Por Mariana Enriquez

Peter Ackroyd presenta su ensayo sobre la ciudad de Londres como una “biografía”, y así le atribuye a la capital del Reino Unido el status de organismo, con leyes propias de vida y crecimiento. Y esa fuerza vital de Londres, insiste, tiene una fuente casi excluyente: “La primera Casa de la Moneda se inauguró en el siglo III –escribe–, lo que atestigua la verdadera naturaleza de la ciudad”. La de Ackroyd no es una mirada romántica sobre Londres. Es mítica, desbordante, pero mantiene una hipótesis en absoluto ingenua: es la ciudad imperial y voraz, nacida de los fuegos del comercio; esa violencia impregna su carácter, que se mueve entre la ciudad pujante y la ciudad monstruosa que devora a sus hijos, nativos o esclavos.
Los restos de la ciudad alguna vez sumergida aún se pueden encontrar en las conchillas marinas que iluminan las piedras de los edificios; la antigüedad vive en el cruce del Angel en Islington, que marca el punto donde confluyen dos carreteras prehistóricas británicas; la compañía de aguas de Londres estuvo situada en un manantial sagrado celta. Todas las huellas, romanas, sajonas, danesas, normandas, siguen marcando una región ocupada al menos durante quince mil años. Esta biografía apabulla, pero Ackroyd nunca pierde de vista que su ciudad es apasionante, y merece un texto que esté a la altura de su leyenda de poder, caos y meca occidental. Así, su biografía es vertiginosa, y la atención al detalle nunca acaba en tedio. Quizá su mayor logro sea que deja con unas ganas locas de visitar una ciudad que, según la presenta Ackroyd, es temible y seductora como una anciana rica y terrible.

Sangre y fuego
El rojo distingue a la ciudad de Londres. Símbolo de fuego, destrucción, poder, es el color de los buses y los teléfonos, pero también el que lucían los primitivos capitalistas londinenses de Londres, la cofradía de los merceros, y el que preferían los primeros concejales y alcaldes. “El Puente de Londres tenía fama de estar empapado de rojo, salpicado de sangre, como parte de rituales de construcción. El rojo está por todas partes, incluso en la tierra misma de la ciudad: las capas de rojo brillante del hierro oxidado en la arcilla de Londres revelan algunas de las explosiones e incendios que ocurrieron dos mil años atrás.” Leyes y ordenanzas del siglo XIV obligaban a los barberos a “no dejar sangre en las ventanas”. El rojo, explica Ackroyd, también ha permitido que la ciudad sea “visible”: los edificios se construyeron en color terracota para que pudieran distinguirse en la niebla, que cubrió a Londres por completo hasta hace apenas cincuenta años. Ese escarlata también es símbolo del fuego, que destruyó la ciudad varias veces, pero nunca como en 1666, cuando cinco sextas partes de Londres se consumieron.

Sombras y niebla
Dickens describía a Londres como “una hiriente ciudad negra, sin ningún tragaluz en la bóveda plomiza del cielo”. Incluso a mediados del siglo XIX, escribe Ackroyd, “no había mujer ni hombre en Londres cuya piel, ropa y fosas nasales no estuvieran más o menos llenas de un compuesto de granito en polvo, hollín y otras sustancias aún más nauseabundas”. La ciudad siempre ha estado en sombras, y sus habitantes aplastados por la negrura. Durante siglos, se achacó su alta tasa de mortalidad a la falta de luz, combinada con la extrema pobreza de la mayoría de sus habitantes. Y, sobre todo, pendía la niebla: “Se generó al principio de forma natural, pero en poco tiempo la ciudad se fue apropiando de su naturaleza y creó su propio clima”. En 1257, Leonor de Provenza, esposa de Enrique III, ya se quejaba del humo y la contaminación de Londres. Con el paso de los siglos, medio millón de chimeneas de carbón se mezclaron con el vapor de la ciudad, y la niebla adquirió diferentes matices: niebla negra, verde botella, amarilla, gris y hasta chocolate. La niebla victoriana se convirtió así en el fenómeno meteorológico más famoso de la historia, personaje principal de la literatura anglosajona del XIX. Por eso, Ackroyd destaca la teatralidad innata de Londres, su pasión por el espectáculo, desde el teatro isabelino en el que se mezclaban amos y peones, pobres y ricos, todos público de las piezas teatrales seguidas de riñas de gallos. Para Ackroyd, hasta las ejecuciones públicas eran una forma de arte callejero: la muchedumbre participaba de ellos con frenesí, y la ropa que usaban en el patíbulo los condenados condicionaba muchas veces la moda del londinense.

Continuidades
Entre las clasificaciones, descripciones, rescates y citas, Ackroyd encuentra lo que llama “Genus Loci”, el imperativo territorial que mantiene habitantes y actividades dentro del mismo y escaso perímetro. Estas continuidades son los fragmentos más fascinantes de la biografía. El caso de la calle Clerkenwell Green y su área de influencia es notable. Refugio clandestino, durante siglos vivieron, planearon y trabajaron allí radicales de diversas extracciones: fue el solar donde estuvo ubicado el antiguo priorato de los Caballeros Templarios, y luego lugar de reunión de cartistas, sindicalistas, revolucionarios irlandeses, disidentes galeses. Kropotkin vivió allí, y en 1880 se fundó sobre Clerkenwell Green la primera empresa editora socialista. En 1902, Lenin la visitó para editar su periódico revolucionario clandestino Iskra (La Chispa). En el siglo XX, allí estaban las oficinas del diario comunista Morning Star, y la biblioteca Marx Memorial todavía se ubica en esa calle. Igualmente asombroso es el caso de la parroquia Saint-Giles-In-The-Fields, hoy Bloomsbury. En el siglo XVII, fue refugio de los marginales londinenses y se cree que allí apareció el primer brote de peste bubónica que arrasó a la ciudad en 1664. Ese hecho le dio un doble carácter, como hogar de la pobreza y el ocultismo. En el siglo XIX, se ubicaron los Rookeries, villas miseria victorianas que inspiraron a Marx y Engels. Y también se establecieron en el barrio los masones, la Sociedad Swedenborg, la Sociedad Teosófica, La Orden Ocultista Golden Dawn y hasta hoy se encuentra la célebre librería ocultista Atlantis, la mayor de Inglaterra.

Lo inabarcable
Ackroyd no está solo en su biografía de Londres. Lo acompañan las voces de Jonathan Swift, Arthur Machen, Paul Verlaine, William Wordsworth, Thomas De Quincey, Henry James, Fedor Dostoievski, T.S. Elliot, Daniel Defoe, John Milton, Virginia Woolf, Charles Dickens, Nathaniel Hawthorne, ilustres nativos y visitantes que, con citas impecables, le sirven en la titánica tarea de dar cuenta de la historia de la comida, los restaurantes, las tabernas, las cafeterías, los pubs, los mercados, los olores, los basureros, los excrementos, el té, los clubes, la muchedumbre, los estallidos de violencia social, la prostitución, los diarios, el ocultismo. También hay una sección dedicada a la historia natural de Londres, con sus flores, jardines, árboles, pájaros, clima, ríos –tanto el Támesis como los subterráneos–; Ackroyd no olvida a las prisiones y los hospitales psiquiátricos (en particular la cárcel de Newgate y el infame manicomio Bedlam), ni a los voceadores de noticias, los letreros y señales, los graffitis, los baños públicos.
Pero es particularmente delicioso el rescate de ciudadanos vagabundos, canallas y excéntricos, como Martin Van Butchell, que vendía naranjas en la puerta de su casa y tenía a su esposa embalsamada en la sala de estar, o Jack Sheppard, que logró escapar del infierno del penal de Newgate seis veces.

El desorden
Londres, una biografía no tiene un orden claro. Vagamente se ajusta a la cronología: comienza en la prehistoria y finaliza en el Blitz de la Segunda Guerra Mundial y la nueva reconstrucción de Londres en los años ‘60 –cuando el 40% de la población tenía menos de 25 años–; pero al mismo tiempo cada capítulo, sea la historia de las flores, de Notting Hill o de las catacumbas de la ciudad, comprime mil años de historia. Es sintomático su recuento de la historia de los mapas; nadie parece poder trazar alguno que sirva como ordenador. El libro de Ackroyd se somete a este sino: es un bello caos, con tantas páginas de estruendo y horror como de hermosos secretos. Quizá no sea la biografía definitiva de Londres, pero seguramente es una de las mejores gracias a la entusiasta prosa de Ackroyd, que seduce y contagia.

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