RESCATES
El pasado de una ilusión: A 50 años de Pareces un dios de Alberto Freixas
› Por Sergio Di Nucci
Hace 50 años, en una edición sin pie de imprenta, en papel de buen gramaje y nítida tipografía de plomos, Alberto Freixas publicó Pareces un dios, con título que evoca un verso de Safo de Lesbos. El libro está compuesto de cuatro relatos encabezados por epígrafes (sin traducción) en griego y en latín. Su autor fue profesor de la Facultad de Filosofía y Letras en Buenos Aires, donde tuvo excelentes alumnos y donó importantes colecciones de libros y obras de referencia irreemplazables (o por lo menos irreemplazadas hasta el día de hoy). Tradujo la Biblioteca de Apolodoro, un importante tratado de mitología. Y como en tantos otros casos en el siglo XIX y en la primera mitad del XX, la profesionalización en las letras clásicas era el precio que había que pagar para permitirse gozarlas sin culpas. Los escritores y escritoras argentinas de entonces también habían acudido a ellas (en la Década Infame, en la peronista que le siguió): J.R. Wilcock, Silvina Ocampo, el mismo Jorge Luis Borges, el Julio Cortázar de Los reyes. Acudían a sus prestigios e ideales formales, y a su capacidad para evocar un tiempo ajeno, en irredimible ruptura con el presente. Cortázar siguió apelando a ella, como en Todos los fuegos el fuego, de título estoico.
El presidente Juan Domingo Perón favorecía las letras clásicas, pronunciaba elaborados discursos sobre ellas, y sin embargo las formas de vida que los antiguos habían vivido como naturales eran perseguidas en las calles. Aunque sea difícil decir que los griegos fueran más libres, los helenistas sabían qué ocurría sin condena en aquel pasado. Un niño griego de nueve años no era menos sexualmente activo y deseoso que uno argentino de la misma edad. Pero podía llevar a cabo aquello que el niño argentino quiere, y evita por miedo a la madre, al cáncer de colon, al coro de amigos que no se atrevieron a dar el salto, a la ritual expiación vía cámara oculta. Entretanto, hoy el mercado concede al niño amplísima libertad de elección para todos sus consumos –y el poder de manipular a sus padres para adquirirlos–, pero se la niega a las horas más ricas, precisamente aquellas donde no penetra el mercado.
Todo este conflicto hacía ganar espesor, es decir, contundencia, al uso de las referencias griegas y latinas. “Es absurdo condenar la desnudez humana. ¿Por qué hacer excepción de ella y no tener el mismo criterio para todos los demás animales? ¿Hay acaso armonía más perfecta que la de un galope de potros, con las crines hirsutas y las colas flameantes en una pradera?”, argumenta Valesio, junto a un jarro de vino, en “Enviado imperial”, el segundo de los relatos de Pareces un dios. Porque el diálogo no es platónico, el libro de Freixas es mil veces argentino. La crispada discusión de ideas entre intelectuales, en la tradición de Manuel Gálvez-Eduardo Mallea-David Viñas o Ricardo Piglia, ocupa a los personajes de Pareces un dios. Los últimos años del menemismo, y los que le siguieron, vieron en las letras argentinas una reemergencia de los referentes clásicos, también a modo de contrapunto con la realidad, pero acaso más como refugio o santuario contra ella. Los cincuenta años que pasaron desde entonces volvieron menos, y no más, anacrónico al libro del erudito Freixas.