Pentimento
Lazos de familia.
herencias, cuerpos,
ficciones.
Ana Amado y Nora Domínguez
Paidós
Buenos Aires, 2004
344 págs.
› Por Daniel Mundo
¿Qué es una familia? La estructura mínima e imprescindible sin la cual no es posible proyectar una sociedad. Pero también una máquina que atesora el pasado, que sabe hacerlo macerar y significar. Un lugar de memoria. Lazos de familia, el libro compilado por Ana Amado y Nora Domínguez, escarba en ese lugar, y muestra lo complejas, a veces irreconciliables, a veces delicadamente afines, que se vuelven las relaciones humanas en países que fueron cimbreados por políticas de terror y culturas de miedo.
Los distintos artículos que integran el libro no se proponen esclarecer qué es o qué función cumple la familia. Si lo hacen es de un modo velado (tal vez el único modo donde la respuesta sigue siendo fértil y da que pensar). Lo que hacen los artículos, a lo sumo, es desnaturalizar las relaciones familiares, es decir mostrar la decisión política que significa construir un lazo de familia. La familia no se reduce a la sangre o al código genético; para los autores la familia consiste más bien en una forma de lectura y de comprensión del pasado –vivido o recibido como herencia. La familia, al fin de cuentas, es una opción, aunque sea ineludible.
Las obras investigadas –novelas, cartas, películas, alguna pieza teatral- mantienen con el pasado reciente una relación de acercamiento y de extrañamiento a la vez, una tensión semejante a la que los distintos análisis sostienen con ellas. No es extraño entonces que el volumen se abra con un apartado que se llama “Legados”, y que el primer trabajo sea sobre Los Rubios y Papá Iván (Carri y Roqué), dos películas autobiográficas donde la herencia fallada –¿envenenada?– que las directoras reciben es asumida de un modo amoroso y crítico. Ana Amado, allí, sienta una clave interpretativa que atraviesa todo el libro: “La mejor manera de serle fiel a una herencia es serle infiel” (o como dice Carri en su película: “/con/ cualquier intento que haga de acercarme a la verdad, voy a estar alejándome”).
La relación íntima que entabla la verdad con la memoria, de superposición y ajenidad –como si la memoria fuera la encarnación de la verdad, y la verdad un significado impronunciable–, constituye un principio que guía las diversas lecturas. La que realiza Christian Gunderman de Buenos Aires viceversa, o la que practica Judith Filc de La ingratitud (Matilde Sánchez) y El oído absoluto (Marcelo Cohen), por ejemplo. No es que un relativismo banal niegue la posibilidad de construir una verdad, es que no hay una verdad a priori que determine el ojo que lee, y clausure la lectura. Una línea sutil marca ambos trabajos: muestran la continuidad cultural que es posible trazar entre las políticas neoliberales y los proyectos reorganizacionales de la última dictadura, pero dejan ver, también, las diferencias fundamentales entre ambos tipo de Estado. El espacio de ficción que la película y las novelas despejan permite destrabar el sentido que enlaza una época con otra.
La complejidad del presente, su carácter incompleto, es lo que destaca el trabajo que realiza Marcela Visconti sobre la película de De Gregorio, Cuerpos perdidos: “Con el paso del tiempo aquello que ha sido silenciado retorna para salir a la luz, el pasado vuelve como delator”. En el esfuerzo por cicatrizar el pasado, por darle sentido –para decirlo pomposamente– se va la vida. Debajo de la imagen de un cuadro, de un retrato, se vislumbra otra imagen, borrada por una capa de óleo. Descubrir esa imagen tapada, el secreto, parece ser lo que reúne y distancia a losmiembros de la familia. Táctica del género gótico, cuando lo oculto aparece y la historia asume un nuevo orden, los personajes para los cuales ese orden importa mueren.
En la vida real este trabajo de desciframiento tiene otros modos de devenir. El ensayo de Alejandra Oberti muestra los silencios densos que median la relación entre los hijos de una generación militante, y esos padres en la actualidad. Las entrevistas realizadas por Oberti subrayan la dificultad que existe para desbrozar el silencio mediador. Oberti sugiere que recién a mediados de los ‘90 comienzan a escucharse voces que instauran nuevos discursos (por fuera del cepo discursivo de los dos demonios, la inocentización y victimización). No es un contenido específico sino la posibilidad de narrar la vivencia silenciada –de gestar nuevas preguntas– lo que abre la brecha en el silencio homogéneo de “las versiones consolidadas”. La narración, en fin, que transmuta la selva de lo vivido en una experiencia significativa.